@jflafaurie
Por José Félix Lafaurie Rivera
El gran pensador español, Ortega y Gasset, escribió su ensayo sobre “La España invertebrada” en 1921, cuando su país remató el siglo XIX con la pérdida de Cuba y el descalabro de su imperio colonial, para entrar debilitada y pesimista al azaroso siglo XX.
Pensaba Ortega que, frente a las dinámicas que empujaban la desintegración se requería lo opuesto, una auténtica “incorporación” en la que “…la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia verdaderamente substancial que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común”.
En Colombia, desde 1810 hemos hecho lo contrario. La fuerza de las armas, que Ortega reconoce como necesaria, aunque “adjetiva”, ha sido “sustantiva” en la solución de nuestras diferencias y, como consecuencia, hemos vivido una violencia ininterrumpida y tremendamente destructiva, no solo en lo económico, sino, más grave aún, en la afectación emocional de la conciencia colectiva, pues aprendimos a vivir en “modo escepticismo” frente a las soluciones y en” modo esperanza” frente al futuro.
La desesperanza, que es el resultado de intentarlo todo, hasta que lo damos todo por perdido, ha tenido, sin embargo, destellos de esperanza en los últimos sesenta años. El más significativo se produjo en 1990, cuando el pragmatismo ingenieril de Barco permitió desmovilizar al M-19; con indulto, más realista que una costosa justicia restaurativa de mentiras, y con participación política, pero no regalada. El “eme” logró 19 curules, fue protagonista en la Constituyente del 91 y, hoy, uno de sus cuadros es presidente de Colombia.
Con las Farc intentaron todos los gobiernos, desde Betancur en La Uribe (1984), pero la falta de voluntad nunca permitió resultados. Tendría que llegar un gobierno con una noción equívoca de la paz, para firmar un pomposo Acuerdo de paz estable y duradera, que terminó en promesa de valor incumplida.
Fue un proceso de negociaciones secretas y luego públicas por presión de los medios, pero siempre a espaldas del país. Se dijeron mentiras (no se negociará el modelo de desarrollo y se negoció el desarrollo rural; habrá cárcel para delitos atroces, etc.), se transaron apoyos y se violentaron instituciones, con la voluntad popular en primer lugar, seguida de la dignidad del Congreso en el “fast track”, y hasta la justicia plegada a esa euforia mediática con la que, de paso, se fracturó el país entre amigos y enemigos de la paz.
Hoy asumimos una nueva negociación con la última guerrilla histórica, el ELN. Como señalé la semana anterior, sin que ello justifique sus atrocidades, percibo rescoldos de “idealismo” hacia una verdadera transformación social, lo que facilita una negociación que, además, fue promesa de campaña y hoy programa de gobierno; de cara al país y con una delegación gubernamental que no es un coro de aplausos, sino una combinación de voces -militares, periodistas y hasta líderes gremiales no afines al gobierno, como es mi caso- con la buena fe como factor común.
Ya no estamos entre amigos y enemigos de la paz, sino entre escépticos y esperanzados en el diálogo, frente a un país desesperanzado y, por ello, indiferente.
Vuelvo a Ortega y Gasset y su “dogma nacional” capaz de unir a los pueblos, porque “Un pueblo vive de lo mismo que le dio la vida: la aspiración (…). Solo grandes, audaces empresas despiertan los profundos instintos vitales de las masas. No el pasado, sino el futuro…”.
¿Cómo despertar esos instintos vitales?, ¿cómo entusiasmar al país?, ¿cómo sumar esperanzados y restar escépticos a la ecuación de la paz? Ese es el reto, porque no hay más grande ni más audaz empresa para Colombia…, que la paz.
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