26 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La abducida verdadera escuela y la otra escuela

Por Enrique E. Batista J., Ph. D. 

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La «escuela» no es la planta física, no son sus edificios. La escuela es una construcción abstracta, teórica, un constructo que, como todos sabemos, engloba mucho más que plantas físicas bien o mal construidas, en buen, regular o pésimo estado. La «escuela» como construcción espiritual humana está concebida para alcanzar superiores metas según prescripciones y deseos específicos de cada sociedad y de las diferentes culturas alrededor del mundo. La «escuela» forma para el buen vivir, para promover el bien común, para conocer y satisfacer necesidades, para conocer y formular soluciones a los problemas locales y planetarios que aquejan a todos.  

Ella, la «escuela», ha sido construida teniendo como  foco central  a las nuevas generaciones, al relevo generacional para asegurar la supervivencia de la especie humana y la vigencia de sus diferentes culturas. Por la variedad de culturas no se concibe una sola manera de concebirla y comprenderla. 

Las sociedades y culturas asignan diversos significados a la misma y la construyen de modos diversos. Esa construcción conceptual es lo que se denomina el «modelo escolar». Por esa razón, son y tienen que ser varios los modelos, porque cada uno responde a realidades sociales, naturales y también a comprensiones diferentes del mundo; por ello, no son copiables, ni exportables. Un modelo educativo único, con concepciones pedagógicas y prácticas didácticas estandarizadas, anula la posibilidad de alcanzar con claridad las metas sociales que valoran y estiman las distintas sociedades y las diversas culturas con sus diferentes grupos étnicos.   

El modelo construido por la sociedad es llevado con inusitada frecuencia, por pasividad consentida o con deliberados esfuerzos, a la inmovilidad, al estatismo frente a realidades y necesidades diferentes y cambiantes. Se reifica, se le quita su valor más trascendente y se manosea el modelo como si fuese un objeto material, en lugar de una construcción conceptual humana que tiene diversidad de componentes para poder cumplir a cabalidad su función social; se ideologiza, se asume y se impone como invariable, soslayando las agudas realidades y necesidades sociales y los intereses de los miembros de las comunidades educativas. Así, deja de ser un modelo educativo para convertirse en un remedo perturbador de la «escuela» como institución social esencial. 

No importa si los alumnos no le ven sentido a esta otra parodia o remedo de escuela, la que desfigura el modelo original con pensamientos y acciones que asumen que tanto la inteligencia como lo que se aprende necesitan controles, que las acciones formativas deben ser estandarizadas, medidas y calificadas de cualquier manera, ceñidas a erróneas concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza. De modo erróneo, y algo perverso frente a resultados con razón no satisfactorios, se indaga, se hacen señalamientos acusadores y se expresan quejas frente a la calidad, entendida esta de miles maneras tanto difusas como erróneas. Se afirma, con base en la ideología del remedo de la «escuela», que los niños y jóvenes «hoy no dan nada de esperanza», en lugar de reconocer que la escuela perturbada y abducida que les entregan no da nada de esperanzas para ellos. 

Es un ritual que se vive y repite como una rueda sin fin, ritual sin fundamento que prescinde del análisis y del reconocimiento de que se perdió el norte que fijó el modelo original, el cual siempre requiere valoración y ajustes según contextos nuevos y condiciones emergentes. Como se sabe, el trabajo hacia logros individuales y colectivos de alto nivel depende de los contextos cultural, social y escolar en los que viven y se desenvuelven estudiantes, maestros y el reto de la comunidad educativa.  

Ocurre una sustitución indebida de la real escuela, la bien pensada, concebida y ajustada a condiciones y circunstancias, por otra que estandariza y estigmatiza. Lo trágico de esta sustitución es que, a la larga, aquí y allá, todos olvidan el modelo esencial y valioso de la «escuela» como centro de la inteligencia y del aprendizaje, se refugian o son impulsados a la comodidad que ofrece el remedo. Los remedos de los procesos formativos escolares destruyen la esencia de la «escuela». 

Esa otra escuela, abducida, pervertida e ideologizada, fuerza al maestro a asumir roles contrarios a la promoción de la inteligencia y de la creatividad, a la vez que es llevado a promover y emplear formas didácticas de aprendizaje pasivo que niegan la esencia del mismo que siempre es dinámico. Se cambia su rol con respaldo en las concepciones y adefesios que distorsionan lo que son y deben ser los procesos formativos escolares. Con infortunio, muchos son llevados al conformismo y al acatamiento de la escuela negadora, de esa perniciosa sustituta, la misma con base en la cual se critican los resultados, sin que se considere que ellos se deben a la negación que se hace de la escuela como centro de la inteligencia, de la creatividad, de la ética ciudadana y de la formación en los afectos y demás dimensiones humanizadoras que subyacen en la «escuela», la verdadera escuela. 

En la escuela de remedo se juega al perverso papel de las calificaciones; es una escuela que no es para formar, sino para examinar y calificar, no importa que el adefesio no lo entienda un alumno de grados inferiores o en cualesquiera de los grados escolares superiores. El remedo distorsionador de los fines de la «escuela» ha llevado a que buena parte de la sociedad, y una porción no despreciable de los maestros, sigan pensando que los tests y las calificaciones reflejan bien lo que es la «escuela» y lo que deben ser sus productos formativos. 

Esa creencia se mantiene a pesar de que es claro que los resultados de tests y exámenes para asignar calificaciones tienen visibilidad tenue y efímera, pero que sí se pueden demostrar sus efectos demoledores y perturbadores a corto y largo plazos. Una buena escuela no prepara alumnos para los exámenes y los tests sino para el gozo material y espiritual en la vida, el mundo laboral, la democracia y la buena ciudadanía. Es más grave cuando a los mismos estudiantes se les enreda en la semejante creencia de que la escuela es para tomar, sufrir, padecer y pasar de cualquier manera exámenes y tests. Con base en ellos reciben escarnios sin sentido pedagógico como «perdió una asignatura» o peor «perdió el año». 

¿Qué será lo que en realidad se pierde? ¿Quién y dónde se encontrará lo perdido si la escuela es para ganar en aprendizaje y fines formativos sociales y humanistas?  Maestros, padres de familia y la sociedad en general deben conocer los resultados de las investigaciones científicas que demuestran que la influencia de la escuela en esos resultados se explican, con ponderación tres veces mayor, por factores familiares que por la formación escolar misma; o sea que miden más los antecedentes demográficos y contextos familiares que  el progreso efectivo de los alumnos en la buena ciudadanía, seguridad, autoestima, apreciación y desarrollo artístico, cuidado de la salud, compromiso  y solidaridad social,  así como en la gran variedad de logros socioemocionales  tan necesarios para la vida social, familiar y laboral. (https://rb.gy/xlzriuhttps://rb.gy/tlzrqt).  

El azote de las calificaciones muestra que el viejo adagio o aforismo, usado como regla pedagógica, que dice «la letra con sangre entra» no ha desaparecido; ha estado y está presente; con criterio torturador se cree y se sostiene que «la letra con calificaciones y tests entra». 

El modelo distorsionado e ideologizado de la «escuela», olvida la individualización de los aprendizajes, el carácter único de cada estudiante, la variedad de enfoques para enseñar y aprender y las leyes que rigen el aprendizaje escolar. De ese modo, se anula la meta de que el maestro exitoso es el que de manera sistemática adecua sus procesos formativos e innova para asegurar el progreso de cada alumno, no para evaluarlo y asignarle una calificación, sino para promoverlo a  formas superiores de logros cognitivos, afectivos, sociales y morales, a crecer con una personalidad plena y sana  y con un distintivo carácter como ser humano, como individuo valioso con  autoestima, autonomía cognitiva, social y moral y con la capacidad de hacer aportes significativos al conjunto social, cuidar la naturaleza y promover el bien común.