27 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Disparates sobre el fútbol 

Por Oscar Domínguez G.

Los tiempos cambian, diría con mi filósofo Perogrullo: la noticia del descubrimiento de América se dio tres meses después en Europa. Hoy se produce un prosaico gol en Catar y millones lo disfrutamos en vivo. 

Mucho de beso de Judas habrá siempre en ese apretón de manos que se dan los jugadores al iniciar el partido. O los presidentes de clubes en la tribuna donde se pasan 90 minutos, uno al lado del otro, ignorándose y deseando que le vaya pésimo al otro. 

El ritual de darse la mano en los deportes me recuerda la desganada paz que nos damos en misa. 

Los jugadores relegados al ostracismo de la fría banca, lucen el rostro desolado del oficial o del recluta que resultó elegido para perseguir malandros en la selva profunda. 

No lo sospechaba el padre Astete, pero el fútbol sirve para demostrar la existencia de Dios: cada vez que marcan un gol, los jugadores miran al cielo en acción de gracias. Si fallan, también miran hacia allí en señal de reproche al Galileo por haberles negado ese pedacito de inmortalidad. 

A los deportistas los suicidan pronto en su espléndida primavera. Tienen escasa vida productiva. El olvido está al final de la jornada. Pero han aprendido: al lado mujeres de viento, sacadas de la pasarela, olorosas a Chanel, los nuevos dueños del balón se tutean en el baño turco y en el bar con sus asesores económicos, egresados de Harvard. Tienen los pies en la cancha y el corazón en Wall Street. 

Con la amenaza de mostrarles fotos de la cara que ponen los arqueros cuando les hacen un gol, los padres podrían convencer a sus niños de que se tomen la sopita. 

A los que hacen los goles, sus compañeros casi los masacran a punta de besos, babas y abrazos rompecostillas. Algunos piensan, casi ahogados debajo de la montaña humana que les cae encima, que habría sido mejor no haber anotado ese gol. 

No es de extrañar si Christie’s, la célebre casa de subastas londinense, algún día pone en venta las lágrimas estrato dieciséis que derraman algunos cracs cuando su país sale del mundial. 

Los futbolistas deberían jugar con protector de acero para evitar que el balón los impacte en “partes pudendas”. Por solidaridad de género, los hombres sufrimos al ver a los colegas que hacen parte de esa muralla china de testículos en los tiros libres, tratando de proteger “la petite différence”. 

Muchos jugadores salen del campo de fútbol a actuar en grupos de teatro: así fue de brillante su papelón a la hora de simular faltas inexistentes. 

Pasar de un mundial o unas eliminatorias al balompié parroquial es como hacer el tránsito de la langosta al insípido conejo. Así y todo, a los hinchas nos gusta. Lo padecemos. 

Nadie se explica por qué los jugadores aplauden a los colegas que les envían balones imposibles de controlar. 

Hay que practicar tolerancia con árbitros. Conviene recordar lo que Wilde leyó sobre el piano de un salón de baile en Salt Lake City: no dispare sobre el pianista: lo hace lo mejor que puede. 

Después de arruinar el tobillo del rival, ciertos profesionales de las patadas alzan las manos tratando de minimizar el ataque aleve. Es un mensaje al árbitro para que no los mande a las duchas. 

Arqueros hay que se salen de los guantes porque sus defensores los hacen trabajar más de la cuenta. Mejor sería que se hubieran quedado en casa viendo los partidos por televisión, acariciando el gato y comiendo crispetas. 

A los jugadores que pierden deliberadamente tiempo al final del partido, deberían quitarles el sexo y el celular durante un semestre. 

Ser cuarto árbitro es tan emocionante como ser alcalde de la ciudad de hierro. 

Por la cara que ponen los futbolistas cuando cantan o escuchan los himnos de sus países, da la impresión de que estos himnos fueran escritos por el mismo profesor distraído de literatura. 

Estamos en mora de que jugadores y árbitros lleven micrófonos ultrasensibles que nos permitan a los dueños del espectáculo – los hinchas- saber qué comentan entre ellos. Nos estamos perdiendo la mitad del jolgorio. Sería el mejor de los realities. 

Hay aficionados que si no los muestran una millonésima de segundo en las transmisiones de televisión, consideran que perdieron esta reencarnación. 

¡Cuántos maridos infieles no son sorprendidos por la televisión con las manos en la masa ajena en las graderías¡ Sus mujeres los hacían estresados en alguna monótona junta, levantando para los garbanzos. 

A diferencia de los mormones que llevan grabados su nombre en una placa por si se pierden, muchos jugadores han decidido identificarse con vistosos tatuajes. 

A esos balones que pegan caprichosamente en el palo les quedaron faltando diez centavos para el gol. 

Qué envidia de los árbitros: tienen 90 minutos, más el tiempo adicional y el de los penaltis, para que les recuerden a su mamacita. 

La televisión impacta a la aldea global con cámaras tan sofisticadas que nos permitn ver en detalle el movimiento del esternerocleidomastoideo cuando los atletas sudan sobre el campo. 

A medida que su equipo es eliminado de una competición, el entrenador derrotado llama a su mujer desde el camerino y le ordena que empiece a mirar avisos clasificados. 

Los dueños de ataúdes y hornos crematorios deberían ofrecer precios de temporada mundialista. 

De pronto los jugadores son blanco de faltas tan pavorosas que la FIFA debería exigir la presentación de los planos anatómicos de cada futbolista, para rearmarlo en caso de necesidad. 

Muchos partidos se juegan en cada jornada. Uno es el partido que diseñan los técnicos, y otro el que interpretan los jugadores. 

Nuestros “expertos” en fútbol nos hacen sentir imbéciles. Todos se las ingenian para darle una interpretación genial a cada episodio. Se jactan de ver el gusano donde los profanos no vemos la res. Hay un recurso infalible para ver los partidos con lo poco o mucho que sabemos de fútbol: accionando el botón que decreta el silencio. 

Los hinchas necesitamos estar sufriendo. Son gajes del oficio. Así que no se nos tilde de judas porque vamos cambiando de brújula a medida que mandan a la ducha a la selección de nuestras entretelas. 

A los que se sacan los mocos y escupen en varios idiomas deberían obligarnos a aprenderse de memoria los manuales de urbanidad… en chino. 

Tanta estadística inútil, como el de la tenencia de la pelota, les resta encanto a los partidos. Para el próximo mundial sabremos cuántos leones mueren de tedio en Sudáfrica cuando la selección local hace, o le hacen un gol. Terminado el mundial de Catar nos veremos en el próximo mundial de USA y Canadá. Si los dioses no nos sacan tarjeta roja antes…