10 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Los $100 millones de pesos del M-19 a Alvaro Leyva para su curul en el Senado

@AlvaroLeyva @petrogustavo

Nota: Si una cosa no quiere saberse en Colombia, debe escribirse en un libro. Lo dijo alguna vez un escritor nuestro. La anécdota cobra valor ahora que ciertos personajes del gobierno Petro escenifican otro de los escándalos diarios de la república bananera.

Desde 2006, en un libro publicado en el Fondo Editorial ITM, prólogo y edición de Jairo Osorio, ya se denunciaba el talante exacto de nuestro actual canciller Álvaro Leiva. 

El texto fue recogido después en otro libro de Osorio, Tan buena Elenita Poniatowska: noticias de autores y libros(Medellín: Ediciones UNAULA, 2017, p. 151). Lo curioso es que, a pesar de lo que allí se contó, grave, por lo demás, nadie en Colombia se dio por aludido. Sólo Rosemberg Pabón, cuando se publicó el texto inicial (La espada de Bolívar / Historia del M-19 narrada por José Yamel Riaño en conversación con Jaime Jaramillo Panesso, Medellín: Fondo Editorial ITM, 2006, 162 p.) intervino para que no se divulgara la versión.

En pocas palabras lo que en el prólogo se contaba era cómo Álvaro Leiva había recibido cien millones de pesos del M-19 para su campaña al Senado en los años noventa, dinero del narcotráfico, los asaltos y secuestros del grupo guerrillero. De Álvaro Leiva se ha dicho ya demasiadas cosas que lo comprometen directamente con los irregulares del país.

Sin embargo, los fragmentos que rescatamos de aquel prólogo son prueba fehaciente de los culebreos del Canciller porque la mayoría de los testigos de la reunión donde se discutió el tema siguen vivos, con su memoria fresca y dispuestos a ratificarse en lo que sucedió.

Para algo habrá de servir el recuerdo de aquel episodio oscuro de la vida del personaje que muchos han llamado un “conciliador” de la paz de Colombia. 

Rescatamos el prólogo completo para contextualizar aquel episodio controvertido y polémico del Canciller:

EL ESTAFETA PRIVILEGIADO

La espada de Bolívar / Historia del M-19 narrada por José Yamel Riaño en conversación con Jaime Jaramillo Panesso, Medellín: Fondo Editorial ITM, 2006, 162 p.

Por Jairo Osorio

La noche en que mataron a Luis Carlos Galán, el viernes dieciocho de agosto de mil novecientos ochenta y nueve, José Yamel Riaño y yo bebíamos ron entre una multitud de desconocidos en la taberna Boca de Chicle, el café de moda de la época en Medellín, que rápidamente devino en un antro de peligros y cruces extraños.

Andábamos juntos desde antes de las seis de la tarde de ese viernes fatal para el país, en espera de una señal de Pablo Escobar Gaviria para el emisario del “eme”, quien acababa de llegar de Cuba, vía Panamá, a donde había ido a desembrollar el enredo de la cocaína del “Patrón” perdida en la Isla.

Supe del arribo de José a la ciudad por su llamada a mi apartamento de Lomas del Pilar. Lo recogí, entonces, en la casa de una pariente suya ubicada sobre la avenida Guayabal, al sur del valle, a la que siempre arribaba por esos días, y empezamos a recorrer el mismo trayecto que hacíamos cada vez que nos encontramos ese año, desde que nos conocimos en México D. F.

Primero íbamos indefectiblemente al bar San Cristóbal, un café de mi familia situado en la esquina de Pichincha con Facio Lince, en donde me crie desde mil novecientos cincuenta y ocho y al que nunca falté las tardes de mi vida, hasta que Marduk me enclaustró en el Instituto, perdiéndome así de la rutina perpetua de calles, bares y putas. Sin cesar llegaba allí con mis amigos por la sola razón de que era el licor seguro de la zona y el más barato, además de un crédito abierto para cancelar cuando pudiera, y un lugar sin tropelías ni los azares comunes de Guayaquil. Era mi bar, literalmente.

Ese día José estuvo solícito a los timbrazos del teléfono sobre la barra de guayacán del bar, hasta que a las nueve y media de la noche se convenció de que nadie lo iba a llamar para su encuentro con Pablo, y decidimos continuar la charla en Boca de Chicle.

A lo largo del recorrido me enteré con detalle del affaire de la droga del Cartel en manos del héroe cubano en Angola, general Arnaldo Ochoa Antisch. Cómo sus mismos camaradas le encontraron la nevera de su casa repleta de dólares, en lugar de bastimentos, y cómo de verdad Fidel no estaba enterado de los negocios de Ochoa con Escobar, pese a que este último insistiera en que el Comandante sabía del tráfico por el solo hecho de que había saludado afectuosamente al “capo” en una recepción en La Habana, a la que Arnaldo invitó para presentarlo a Fidel como un amigo colombiano de la Revolución. Este único detalle hizo pensar a Pablo que Castro conocía y autorizaba los “cruces” del General. Por eso insistía ante sus amigos y socios en que Fidel le respondiera por la droga extraviada.

José Yamel Riaño tuvo en sus manos el acertijo, después del viaje exclusivo Medellín-La Habana-Medellín, en aviones fletados privadamente para él por Cuba y Pablo, en la ruta acostumbrada de Panamá. La noche de su arribo era la definitiva para aclarar el escándalo de la conexión del Cartel con la Revolución –al que la DEAazuzaba con exceso de chismes–, pero también fue la terminante para la vida delictiva de Pablo. El asesinato de Galán lo llevaría en desbandada sucesiva hasta sus días finales.

En medio de la turba eufórica por el trago y la música de nostalgia de los años sesenta, sobre el callejón de la Bolera en el que los clientes bebían y bailaban cuando la taberna se colmaba, supimos la noticia. Estábamos de pie, quietos, mirando apenas a la clientela, porque en medio de la bulla casi no se conversaba. Dos hombres con sus rones en la mano que desconocían hasta ese momento el destino de otros dos y que, sin embargo, de alguna forma participaban en su desenlace. Entonces, uno de los propietarios del bar, el periodista Carlos Bueno, se nos acercó a medianoche a decirnos –con el ahogo que él suele poner en casos trágicos como éste–, la nueva tenebrosa que sacudió al país: “Mataron a Galán. Estos hijueputas mataron a Galán”. Imperturbable, acostumbrado a los desequilibrios de la clandestinidad, José Yamel Riaño, el emisario del “eme”, sólo atinó a mascullarme en voz baja: “Ahora sí, se jodió todo”.

Esa noche nadie más volvió a hablar. En silencio nos tomamos los rones que quedaban de la fábrica de licores, y otro poco más que bien diligentes trajeron los contrabandistas por el golfo de Urabá y las costas del Caribe. Ebrios de todo, al amanecer del sábado diecinueve José y yo nos despedimos por años, y sólo de tarde en tarde volví a saber del estafeta privilegiado. Sorpresivamente en alguna calle de Medellín, por teléfono desde Santa Marta, o a través de los amigos comunes, fui conociendo de su andar sinuoso por el país. No más de lo que podía saber, porque yo tampoco preguntaba mucho.

A José Yamel lo conocí en septiembre de mil novecientos ochenta y ocho, en México D. F., a su regreso de Tijuana, una frontera de contingencias en la que no se compran estampitas de la virgen de Guadalupe, y a la que no se va propiamente a hacer turismo. Droga, armas y trata de blancas son las materias que surte un viaje a ese infierno sin límites. No imagino más.

Vivía yo por esos días en casa de una antropóloga mexicana, en la calle Belisario Domínguez número 27, en Coyoacán, y sin saberlo ocupaba uno de los cobijos de seguridad del “eme” en el exterior. Más aún, dormía sobre una tarima en la que se guardó por años todos los documentos de la historia oficial de la organización, y el armario de la ropa era otra biblioteca con los originales y registros de sus acciones. Así que en ese espacio que ocupaba yo estaba la memoria completa del Movimiento.

Llegué a la casa de Coyoacán referenciado por mi amigo Jesús Galindo Cáceres, teórico de las comunicaciones de la Universidad de Colima, con quien venía de compartir hotel por esos días, en un seminario auspiciado por la Secretaría de Educación Pública de México, en Tamaulipas. La noche en la que conocí a José Yamel, celebraba el grupo la liberación de Alfonso Cabrera, otro miembro del “eme” que acababa de pagar un año de cárcel en un penal escabroso de Chiapas. Alfonso había sido detenido al cruzar la frontera sur con un paquete de droga con el que lo “cargó” la esposa de un amigo suyo de Ibagué, quien se la encomendó en el viaje. Sin que Cabrera sospechara, en el momento mismo de entrar a México por Guatemala, la mujer le entregó la bolsa para que le ayudara con su equipaje. Esa traición de compañero le valió un carcelazo de trescientos sesenta y cinco días exactos, hasta que la misma Cancillería colombiana ayudó a despenalizarlo por injusto. El viaje clandestino de Cabrera huyendo del país un año atrás apenas terminaba para él esa noche de juerga.

Yo leía por la época el libro Fidel, un retrato crítico, de Tad Szulc, comprado con el aprecio que me daba el tema, en la librería Gandhi de Coyoacán. Una biografía emocionante del líder cubano, misma que me soñaba con entusiasmo para el recién desaparecido Jaime Bateman. Ayudaba en la emoción del proyecto el hecho de que tuviera a la mano en aquella casa la información más completa del “eme”. Creo que solamente faltaba en los archivos una entrevista con su última compañera sentimental, me advirtió Gloria Restrepo, anfitriona también en Coyoacán, y allí estaba reunida la semblanza más cabal del Comandante. En mi ánimo, le proponía yo a José y a Gloria que pusiéramos a caminar a Bateman por las montañas andinas de Colombia, haciendo milagros entre el pobrerío de Nariño, del Cauca, de Antioquia, en donde quiera que se necesitara de una presencia sobrehumana para contrarrestar los dolores del infortunio. Bateman en cromos de cacharrería para la salvación de las almas desventuradas de Colombia. La imagen de un nuevo Che estampada incluso hasta en la ropa deportiva de los jóvenes. Así me lo imaginaba en el libro ambicionado.

Estaba yo enceguecido por el alegato de Fidel en su juicio del asalto al cuartel Moncada: ¡Un principio justo al pie de una tumba es más poderoso que un ejército! Me figuraba un texto similar al de Szulc, voluminoso y alegre, con la vida, obra y prodigios de Jaime Bateman, circulando gratuito en las escuelas y veredas del país. Puede que la propuesta fuera ingenua, pero era un ideal puro y honesto al que José Yamel terminó por rendirse. Su pragmatismo lo llevó a hablarle del tema por teléfono, y desde México, a Rosemberg Pabón, quien vivía por entonces al otro lado de la pañoleta monocroma que es Centroamérica. Y cuando regresamos a Panamá, allá estaba el Comandante Uno esperándome con cuatro mil dólares que tenía en el bolsillo, para que me devolviera a México y empezara la biografía soñada. No fui capaz. Le pedí que me dejara ir antes a Medellín a saludar a la familia, y nunca más hubo forma de concretar el proyecto. Todavía siguen las montañas de Colombia en espera de un Bateman redivivo, que camina por entre sus reventaderos exhortando a la quimera de una nación igualitaria.

La primera noche en el apartamento de Antonio Restrepo en ciudad de Panamá, la propuesta de una gran biografía de Bateman siguió emocionándonos a todos. En medio de la fiesta que es la vida misma en aquella capital, las intimidades del “eme” se volvían cosas rutinarias para mí durante el trayecto. Ese día departió con nosotros el samario Ricardo Villa Salcedo, suplente en la época de Miguel Pinedo Vidal en el Senado, por la circunscripción del Magdalena. Acalorado, con el trago y las conmociones de la camaradería, Ricardo Villa al final de la jornada, entre otras conversaciones de reproches mutuos –comunes entre borrachos–, le espetó a Rosemberg la dificultad que tuvo para salir airoso al Parlamento colombiano por la falta de plata y con la que nunca le ayudó el Movimiento. “Si no es por los diez millones que me entregó José, yo no fuera Senador”, le gritaba encajado, grave, al Comandante Uno. Y reiteraba: “Mientras ustedes le dieron cien millones a Álvaro Leiva Durán, yo salí Senador por este güevón”, y abrazaba a Yamel, en un gesto de gratitud con éste, pero que era más un reproche para Rosemberg. El hombre de la toma de la embajada apenas lograba repetirle: “Pero entendé que las necesidades del momento son otras, a Leiva lo requeríamos más allá”. Pero era lo que no entendía Villa, y de nuevo reiteraba la queja.

De la reunión en casa de Antonio me quedó claro que la tramoya oculta de la lucha por el poder es territorio ignorado para el ciudadano de a pie. La memoria del episodio de Villa con Rosemberg no tiene desmentido posible ahora. Cierto o no que el “eme” financió alguna vez las aspiraciones electoreras de Leiva –el “apóstol perseguido” después por sus carambolas de enriquecimiento ilícito–, la verdad es que un casete de audio grabado esa noche en el apartamento del edificio Las Hadas –sobre la avenida Vía Italia–, y que preservo en mis archivos personales, atestigua esas –y otras– imprudencias de borracho. Porque ya Villa no podrá hacerlo. Murió algún tiempo después abaleado por los “desconocidos” de siempre.

Años más tarde, al escuchar las apariciones públicas del exsenador Leiva Durán, de los Petro altaneros de la oposición, de los autocalificados voceros de la sociedad civil, de los garantes de cuanta negociación de paz se inicia en Colombia, de los periodistas “líderes” de la opinión pública, entendí con rabia, y también con desilusión, que la política –el arte mañoso de gobernar Estados e influir espíritus– está hecha de mentiras y de traiciones. De farsas que se asemejan en mucho a tragedias, con actores hipócritas disfrazados de frailes y mesías.

El respeto que me inspiró entonces la amistad de José Yamel nunca dejó que me entrometiera en los asuntos clandestinos de su gente más allá de lo que el límite de la prudencia aconseja. Sin embargo, siempre quise indagar por asuntos que son más de salud colectiva que de curiosidad periodística. No hubo la forma ni el tiempo. Creo, como el bandido colombiano que se auto confesó recientemente en un libro explosivo lanzado desde Cómbita, que un país que no esclarece las fechorías de sus aventureros no avanza. Los terapeutas médicos dicen que el olvido en muchas ocasiones es saludable, pero la razón común también advierte que la desmemoria puede llevarnos por abismos insospechados. Por eso me parecen tan substanciales las quejumbres de los bebidos.

La noche en la casa de Antonio Restrepo también quedó impresa en mis fotografías esplendentes de blancos y negros. No obstante, la amanecida larga –casi hasta hoy– Hechó sobre la conversación del grupo el polvo menudo de la cordura para sobrevivir sin turbaciones los tiempos que habrían de llegar. Villa fue el único que no tuvo el pulso que reclamaba su vida de gamberro. Muy pronto los amigos asistieron a su final triste y misterioso. Un libro hecho en coautoría con Olga Behar –Penumbra en el Capitolio, 1991– apenas recuerda sus andanzas de la época.

De Panamá regresé al país en esa ocasión por la vía aérea y legal de los pasajeros del común. José Yamel, como de costumbre, entonces lo hizo por la ruta antigua de los contrabandistas, que es la misma del Golfo por la que han entrado y salido sin impedimento alguno los hombres de condiciones, épocas y naciones diversas. De todas maneras, en Medellín volvimos a encontrarnos sin motivos concretos ni propósitos distintos a “echar carreta” mientras él siempre estaba a la espera de alguna llamada en clave de sus amigos furtivos.

Después el destino nos puso en olvido, hasta que este libro hecho a dos manos con Jaime Jaramillo Panesso nos volvió a traer al José Yamel Riaño de aquellos días: Sus recuerdos de infancia, los comienzos de prosélito en la Ibagué natal, las andanzas con Bateman y el “eme”, el suceso publicitario de la espada de Bolívar, el robo de las armas en el Cantón Norte, las relaciones con la ANAPO, “el sancocho nacional” del M-19 y las negociaciones de paz de Belisario, el MAS [Muerte a Secuestradores], la mafia y los vínculos de Escobar Gaviria con los grupos de apoyo económico de la revolución Cubana, la matanza del Palacio de Justicia… En una memoria bien útil que enriquece el proyecto de la serie Deliberare del Fondo Editorial ITM, de acercarnos a testimonios fundamentales para el conocimiento de la historia colombiana. Porque las experiencias vivaces de José Yamel son también los anales del “eme” y de los gobiernos sucesivos que tuvieron que luchar contra el grupo insurgente.

Es cierto que la espada del Libertador, que ellos guardaron durante años en escondites que aún no develan, no se oxidó, como lo cuentan los autores en un capítulo rememorativo. Tampoco, por lo que se trasluce de las conversaciones entre José Yamel y Jaramillo Panesso, los recuerdos de los protagonistas más cercanos al fundador del Movimiento, que son en estas páginas auténticas voces de la gesta idealista del puñado de líderes que se gozaron con alegría y humor “la revolución”. Sin embargo, estoy seguro de que el lector querrá seguir desentrañando algunos sucesos que en estas páginas se hunden en la bruma de la prudencia del entrevistador y de los malabares del entrevistado. A pesar del interrogatorio de juez con el que ejerce Jaime Jaramillo su práctica de escritor, lo cierto es que el resultado se parece más a un informe de negociador de conflictos: Ni mucha tierra desempolvada ni tan poca que se piense que no se escarbó. Al fin y al cabo, el coautor ha sido miembro permanente de comisiones de conciliación nacionales, lo que de por sí ya exige el temperamento del diplomático.

Con sus acciones, Riaño tuvo en sus manos la vida de un héroe cubano adorado por su pueblo: el general Arnaldo Ochoa[1]. Con este libro, Jaime hace la de un hombre recatado que todavía continúa moviéndose entre las arenas resbaladizas de Colombia: nuestro amigo común José Yamel Riaño. Honor al intento.

[Medellín, enero de 2006]