5 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Enriquezca su vocabulario

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Además de tapizar las vitrinas de las librerías con los suaves colores de su portada estival, y de desatar el infaltable pugilato del esto contra el aquello, “En agosto nos vemos” ha devuelto a los lectores juiciosos algo inherente a la obra de Gabriel García Márquez: el amoroso uso del diccionario, para descifrar el sortilegio de las palabras que el autor extrae del tesoro del idioma español como si fueran perlas del Mar del Sur. 

“Además, como me pasa siempre con los libros de Gabo, aprendí varias palabras nuevas, como conduerma, fogaje, huipil, intonso o ablución”, escribió Vladdo en su columna de El Tiempo unos días antes del lanzamiento, en recuerdo de la tarea feliz que le había impuesto el genio a través de su obra póstuma. 

Yo, que también había leído el primer capítulo de “En agosto nos vemos”, lanzado al garete corsario por la maraña intrincada de las redes sociales, había hecho lo mismo. Ya no con el diccionario físico Larousse que me tomó de la mano para llevarme al reino mágico del idioma español, sino con su sucedáneo digital, incorporado en la aplicación de la Tablet en la que leí el introito al escarceo amoroso de Ana Magdalena Bach. 

Con “intonso” realicé una de esas expediciones léxicas, digo yo, que posibilita ahondar en los vocablos, en la exploración maravillosa y juguetona del lenguaje. La misma que, como en un pasatiempo de “scrabble”, permítaseme el anglicismo, nos lleva a descubrir los padres, los hijos, los hermanos, los primos y la familia entera de las palabras. 

“Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intonso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil”. La llegada de Ana Magdalena Bach a la habitación refiere la presencia de un ejemplar común y corriente, sin pretensiones de clásico ni ínfulas de obra cumbre. No es otro que “Drácula”, de Bran Stoker. Hurgando en el devenir de la palabra también se encuentra algo que atañe a la edición de un libro: que se encuaderna sin cortar los pliegos de que se compone. Y como adjetivo, intonso también nos indica que no tiene cortado el pelo. Puestos ya en esos meandros, hallamos la tonsura, que tiene que ver con frailes y monjes en las laminitas, cuando estos llevan una parte de la cabeza rapada, habitualmente en forma circular. Tonsura nos apremia para llegar al verbo tonsurar, transitivo, que se puede habilitar como pelar, rapar, afeitar, pero que tiene una acepción sibilina: adscribir a alguien a la clerecía, lo que se expresa con el paso radial de la barbera por su cuero cabelludo. 

Es posible que a estas alturas ustedes ya hayan abandonado el artículo o estén pensando seriamente en denunciar mi insania. ¿Qué importa todo eso, si, al fin y al cabo, podemos “calvear” al religioso o a quien se atraviese en el camino usando una de las 500 palabras con las que trasegamos cada día en nuestro conocimiento y uso habitual del idioma? 

No sé si comenzar por la economía o por el pragmatismo o por la definitiva mendicidad del lenguaje de nuestros días. Que ya no tiene papel alguno en la formación de las personas (si todavía existe la pobre, pues la educación padece una crisis apocalíptica), y está relegado a un escondrijo de pacotilla, incluso en disciplinas cuya entraña son las palabras, como el mismísimo Derecho en todas sus variantes y disciplinas de ley. 

La escritura digital ha encumbrado a los apóstrofos como solución de abreviatura ligera y las palabras se despachan castradas, mutiladas a favor de una conveniencia verbal que deviene perezosa. Como “la peli”, “la abue” o “el cel”, para designar lo que antes, en el pleistoceno, eran la película, la abuela y el celular. Si a eso agregamos la forma cómo se trasvasan el inglés con el español, incluso erigiendo la mezcla en muestra de excelso bilingüismo, pues vamos entendiendo cómo asesinamos el idioma más bello del mundo, al que le hemos impuesto como un enorme parásito arrogante la adiposidad de las groserías. 

La lengua de Cervantes, el segundo idioma más hablado del mundo, no es cualquier perico de los palotes. Aunque lejos, muy lejos, de los doce millones de palabras del árabe, incluso de las 500.000 del alemán, tiene, más que menos unas 100.000 palabras, muy cerca del portugués y del ruso y superando al francés del precioso romance. Así que con el manoseo de las 500 con que nos defendemos en la actualidad, ni remotamente podremos apreciar y entender el legado máximo de la conquista española, ella misma sometida a una leyenda negra de la que seguramente escribiré algún día, si no he escrito ya, tanto que he tecleado y plumeado en mi vida… 

Y no es porque el español sea un idioma vetusto. La Real Academia Española (RAE, para más señas), ha involucrado un 30 por ciento de palabras nuevas, aquellas creadas por la costumbre, trajinadas por la calle, enseñoreadas por el habla popular. Para que vean que no está durmiendo el sueño de los estólidos, la RAE acaba de decretar la supresión de la Ch y la Ll del abecedario español, habida su consideración como dígrafos, no como letras, lo cual las deposita cálidamente en los apartados de la C y de la L. 

Al igual que Gabriel García Márquez, hay dos escritores de mi calado personal que quiero mencionar como cultores del idioma, que se niegan a privar a sus lectores de la sorpresa de tantas palabras hermosas del español, tan variadas y enriquecidas en sinónimos de encanto, que constituiría un yerro desdeñarlas. Uno de ellos acaba de morir, dejando pesar no solo en el corazón de quienes lo conocimos, sino una ausencia de prosa magistral en sus columnas del periódico. Se trata de Eduardo Escobar, cuya partida me sorprendió deleitándome con sus ensayos en “Cabos sueltos: la lectura como pecado capital” e impeliéndome a visitar su “Prosa incompleta”, publicada por Villegas Editores. El otro es Germán Espinosa, quien difícilmente perdonaba un párrafo sin una o varias visitas al diccionario, rigor que no manchaba la pátina alegre de sus bellos relatos, de los cuales el más grande y señero, a mi juicio, siempre será “La tejedora de coronas”. 

Titulé esta columna con el nombre de una sección de la revista Selecciones, del Reader’s Digest, que, como para muchos de ustedes, fue “La alegría de leer” o el “Libro Coquito de lectura”, en la que cimenté mi gusto por una de las tres cosas que más he hecho en la vida. Aún hoy puedo acudir al número más reciente, ya encabezado con la confianza del tuteo como “Enriquece tu vocabulario”, en el que encuentro palabras como “Alerce” y “Disforia”, cuyo significado les pido el favor de consultar. Háganlo, si son tan amables, como un acto de amor y gratitud con este idioma de fantasía que podemos hablar y escribir pletóricamente, si y solo si, se nos da real gana y abandonamos esta abulia intonsa, que nos ha tonsurado el pensamiento y sumido en una vergonzosa conduerma.