27 abril, 2024

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En Frontino: La clandestinidad de los restos sin nombre

@CiudadFrontino @andrealdana

Por Andrea Aldana

Nota: Cuando Andrea Aldana escribió esta crónica en el 2008, era reportera freelance del diario El Espectador, de Universocentro, @93metro, e investigadora de @Parescolombia. Esta crónica fue publicada por Urbe, periódico de la Universidad de Antioquia.  

En diciembre de 2008 —y con mucha inexperiencia encima— viajé a Frontino y después escribí este texto sobre su Cementerio Central, «la fosa común más grande del occidente antioqueño», como lo llamaban entonces.

En el relato intenté denunciar que allí había restos de personas asesinadas que habían hecho pasar por guerrilleras (para reclamar remuneraciones y días de permiso) y también que era uno de los lugares que usaban los paramilitares para desaparecer a sus víctimas.

En este cementerio había un centenar de NN’s que no habían ido a identificar. Lo sé porque los vi; lo sé porque incluso —y sin quererlo— los pisé.

Lo impresionante del Cementerio Central de Frontino era que los restos de los NN no estaban enterrados en él: estaban esparcidos por el suelo del ático de una bóveda, esparcidos como el polvo mal barrido. Mezclados entre ellos, descuidados, abandonados y en montículos como la mugre que se va acumulando en una casa también abandonada.

Recuerdo que seguí al sepulturero y trepé por unos escaños hasta acceder al techo de una de las bóveda.

El hombre corrió una placa del techo y saltó dentro del ático; yo, que necesitaba comprobar si era verdad que los restos de los NN estaban tirados por el suelo, brinqué detrás de él. Y lo que siguió fue una escena de espanto: un reguero de cráneos, huesos de la pelvis, fémures, húmeros, costillas, radios, cúbitos y muchísimos otros huesos aparecieron frente a mí sin ningún tipo de cuidado o cobertura.

Recuerdo también que después del brinco trastabillé, perdí el equilibro —no sé si por la escena, no sé si por el brinco— y para no caer di un paso buscando estabilidad. El paso lo di estando en cuclillas porque el ático no superaba el metro de altura y justo en ese momento, ahí, bajo mi pie, escuché un «crack». Miré horrorizada hacia mi zapato y vi que estaba pisando el fragmento de un hueso. De inmediato quité mi pie, me arrinconé contra la pared, entré en un ataque de histeria y comencé a llorar. Pero afortunadamente al ático había entrado conmigo un amigo que era antropólogo, la persona que me había contado lo que pasaba en Frontino. Él me agarró la mano, me calmó, me recordó que me había advertido de la escena que iba a encontrar y controló mi respiración. Y, una vez volvió la calma, pude detallar mejor el escenario: horror, solo horror.

Mi amigo y yo no dimos un paso más, el sepulturero sí iba y venía por el largo del ático mientras nos narraba historias de asesinatos y nos señalaba los orificios que habían dejado las balas que perforaron esos huesos. A un lado de nosotros había un hueso ilíaco, que es la estructura ósea que conforma el esqueleto de la pelvis, y mi amigo lo señaló diciéndome: «Mira, es de una mujer. Y por su forma parece que tuviera 15 o 16 años». Después de esa frase no aguanté más y me salí.

La imagen que acompaña este post es la del texto que publiqué y fue diseñado sobre dos de las fotos que tomé en ese viaje: la parte inferior es el Cementerio Central de Frontino y sus bóvedas; la parte superior son los restos de los NN tal cual como los encontré en uno de sus áticos.

La historia hizo parte de un especial del periódico De la Urbe sobre desaparición forzada (que pueden leer en el archivo de la UdeA) y fue dirigido por Patricia Nieto. En el momento hubo ruido —Personería y Defensoría supieron de esta historia—, pero no hubo el suficiente. Además, Álvaro Uribe Vélez seguía en el poder.

Recuerdo ese viaje como si fuera ayer, especialmente porque salimos huyendo de Frontino. Al día siguiente de haber ingresado a la bóveda, y en horas de la mañana, mi amigo y yo fuimos a buscar un par de gaseosas para beber y nos sentamos en las mesas de afuera de una cafetería con terraza. Y, estando allí, salió a atendernos un tipo que nos hablaba tosco, reacio y al que era evidente que le fastidiábamos.

Cuando el hombre nos puso las bebidas sobre la mesa, por una abertura de la camiseta alcancé a ver que llevaba puesta una cadena plateada y que como dije le colgaba una bala. En ese momento crucé la vista con mi amigo, una mirada fugaz, pero fue un gesto que me hizo entender que él también la había visto. Nos dio susto, así que fuimos a encerrarnos al hotel. Una hora después llegó el sepulturero a buscarnos y nos dijo:

—Muchachos, vengan, por qué mejor no se van. A mí ya me preguntaron que quiénes eran ustedes. Por qué no se van y compran tiquete para el bus del medio día. Y si no consiguen, paguen un carro que los lleve a Las Partidas y allá cogen cualquier bus que los lleve a Medellín. Pero mejor váyanse ya.

Así fue. Cagados del susto, empacamos y nos fuimos. Como no encontramos pasajes nos tocó ir hasta Las Partidas y, a los diez minutos y detrás de nosotros, llegó un grupo de tres hombres que se bajó de un Jeep Willys y se sentó como a diez metros de un costado nuestro. Desde allí —y en voz muy alta— señalaron una casa que teníamos en frente y empezaron a decir que había servido de «matadero» y que allí habían torturado gente. No hablaban en primera persona pero lo contaban como si hubieran sido testigos.

Lo que realmente me aterrorizó fue lo que dijeron después: todavía vociferando contaron que un mes atrás, a la esposa de no sé quién y estando ella dentro de un carro, le habían sacado y presionado la cabeza contra el suelo mientras ponían el vehículo en marcha y la «rastrillaban» contra el asfalto. Decían esto sin escrúpulo y al mismo tiempo señalaban la ruta que había hecho el carro en la carretera. En ese momento venía un bus.

Mi amigo y yo levantamos los brazos, los agitamos y casi que nos lanzamos sobre la vía para que parara y —sin saber hacia dónde iba—, apenas frenó el bus, nos trepamos. Alterados dijimos al conductor: «Le pagamos lo que sea, señor, pero llévenos por favor».

El hombre nos llevó. El bus venía de Urabá e iba para Medellín. Y ahí acabó esa historia. Volví y escribí el relato. Igual que antes, en Frontino sigue habiendo un cementerio en el que reposan (si es que se puede decir «reposan») los restos de personas que fueron desaparecidas y de víctimas de ejecuciones extrajudiciales.

Hasta donde pude averiguar, once años han pasado desde ese viaje —y ese texto— y parece que nadie ha ido a hacer las labores debidas de búsqueda e identificación de los NN. Por mi lado, a ese municipio tan bello, no volví. Aún me da pavor.

*****

En cuanto al texto que escribí en 2008, disculpen las formas e imprecisiones, era estudiante y me faltaba madurez.