6 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El Contraplano: Unos virus bautismales

Por Orlando Cadavid Correa 

Ya debe venir en camino, y no tardará en ponerse de moda en notarías públicas y en despachos parroquiales, la tanda de nombres derivados de la peste universal que nos ha prodigado a millones de seres humanos la casa por cárcel.

Sin haberle hecho mal a nadie, algunos recién nacidos recibirán en las fuentes bautismales denominaciones tan exóticas como Pandemia, Coronavirus, Covid-19, Cuarentena, Bacteria, Mascarilla y Tapabocas. Nos quedan faltando datos de algunos laboratorios.

Por recomendaciones expresas de curas y notarios, los padrinos de los bebecitos llevarán sus respectivas mascarillas y guantes desechables.

Vendrá, asimismo, el torrente musical que correrá por cuenta de los reguetoneros, cuyos compositores de cabecera se estarán estrujando el magín con letras que se acomoden a la catastrófica situación que les quedó grande a los presidentes Trump, de Estados Unidos; López Obrador, de México, y Bolsonaro, de Brasil. 

Que no falte la composición en la que se le reconozca al nobel peruano Mario Vargas Llosa la denominación de “peste china” que recibió la pandemia cuando  empezaba a hacer estragos en el mundo.

El chascarrillo del laureado escritor inca contrarió tanto a los herederos de don Mao que ordenaron retirar todas sus obras de las librerías, bibliotecas públicas, universidades y colegios del territorio chino.

Don Efraím Osorio López,  nuestro filólogo  de cabecera, ha sabido sacarle partido al encierro obligatorio, y para solaz de sus lectores se ha dejado venir con un sabroso cuento titulado “Belcoraida y Rostubaldo”, que nosotros nos tomamos la libertad de denominar “Los sin tocayo”.  

Con su anuencia, nos permitimos  transcribir las primeras líneas de este ejercicio solitario  del muy ilustre hijo de Santa Rosa de Cabal:

Decían ellos que ella Belcoraida se llamaba, y a ella le disgustaba, pero a todo el que le preguntaba le decía que decían ellos que ella Belcoraida se llamaba.

Decían también ellos que él Rostubaldo se llamaba, y a él no le importaba.

Como el bíblico Melquisedec, Belcoraida no tuvo ni padre ni madre ni genealogía.

En uno de esos días de diciembre, opaco, muy frío y pluvioso, apareció ella en el atrio de la iglesia de Oviedo, ciudad del extremo norte del oeste español. Cuando el sacristán abrió la puerta de la iglesia a las cinco de la mañana, la vio sentada en uno de los escaños de las escalinatas del atrio. La niña, de una edad como de siete años, de tez trigueña, rostro risueño y bellísimo, pelo ensortijado, ojos negros expresivos, bien vestida y muy abrigada, lo miró sin aprensión y con un buenos días, señor, lo saludó efusivamente.

–Me llamo Sebastián –le dijo él. –Y usted, ¿cómo?

–Ellos dicen que Belcoraida me llamo.

–Y ¿quiénes son ellos?

–Pues los que dicen que Belcoraida me llamo.

Don Sebas –coloquialmente para familiares, amigos y conocidos– no quiso continuar el interrogatorio, pero le sugirió que, si estaba sola, lo esperara hasta después de la misa de siete para llevarla a desayunar a su casa, situada en los arrabales de la ciudad.

La niña aceptó alborozada, y con él entró a la iglesia”.

(Hasta aquí el aperitivo de don Efra).

La apostilla: Un amigo nuestro que suele declararse “francamente aburrido” en su condición matrimonial nos dice por correo electrónico que le han dado “la mujer por cárcel”