3 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

De milagro

Por Carlos Alberto Ospina M. (foto)

“Usted tiene un carcinoma en la vía biliar”, a esta afirmación, Luis Fernando contestó: “Yo no tengo cáncer, doctor”.

En el 2016 comenzó a padecer unos dolores muy fuertes en la parte superior del abdomen. La severidad y la agudeza del padecimiento despertaron la sospecha de un problema cardíaco. Los exámenes de rutina y la prueba de esfuerzo descartaron de plano una dolencia de corazón.

Tuvo cuatro episodios similares en 10 meses. La esclerótica o membrana blanquecina de los ojos comenzó a ponérsele amarillenta. El malestar lo llevó a consultar a la profesional de turno de Bienestar del colegio de la Bolivariana de Medellín, en el cual es profesor. Ella le solicitó que se alzara la camisa y al observar la piel amarilla, le dio la orden: “Váyase para la EPS y no se devuelva hasta que lo atiendan”.

En efecto, fue internado en la Clínica Las Vegas de la capital antioqueña. A los dos días, Coomeva EPS, no autorizó la hospitalización allí y lo desplazó a San Vicente Fundación de Rionegro, centro asistencial ubicado a 38 kilómetros de Medellín. En aquel lugar, le realizaron varios estudios con el fin de establecer la causa de la enfermedad de Luis Fernando.

“98% estoy seguro que usted tiene un carcinoma”, reiteró el médico tratante.

“El que siente soy yo y tengo un 2% que, me dice, que no es cáncer”, insistió Luis, en una especie de profunda certeza y acto de fe.

La cirugía confirmó el diagnóstico inicial. Le pusieron dos stents, uno interno-interno y otro, interno-externo, acoplado a una bolsa para depositar la bilis. Al momento de darle de alta, la familia de Luis Fernando, recibió una notificación sepulcral.

“Ese cáncer es muy agresivo, dénle calidad de vida, porque él no va a mejorar”.

El ambiente tenso, el llanto callado de su mamá y el dolor de sus siete hermanos, alborotó la convicción de Luis. “No lloren, yo no tengo cáncer”. Difícil ignorar la súplica de aquel hombre que había perdido 10 kilos en tan sólo un mes. Su único hijo le rogaba subir de peso corporal. El joven de 22 años conocía el dictamen científico: “Su papá paulatinamente va a perder peso, no volverá a engordar”.

En agosto de 2016, sesenta días después de la operación, en la primera revisión médica, Luis Fernando, recuperó 2 kilos. Histérico de felicidad salió gritando del consultorio y más convencido de no tener cáncer. A partir de la confianza y la creencia religiosa aceptó la invitación de una compañera de trabajo para visitar a la persona con “el don de conectarse con los ángeles”.

“Esa bolsita no le está sirviendo para nada, mejor dicho, sí, para estorbarle. Los ángeles reflejan que usted no tiene ningún tumor. Usted, sí tiene una enfermedad y debe buscar quién lo recupere. Pero, los ángeles, dicen que no tiene cáncer”.

Con 5 kilos de más y aquella aparente premonición, Luis, llega al San Vicente Fundación para el cambio de drenaje. Cuando regresa en sí de la anestesia, el radiólogo describió la situación: “El stent interno-interno no se lo puse; de hecho, se desprendió y salió solito. El interno-externo no se lo quité y lo cerré indefinidamente, porque no veo lo mismo de los meses anteriores”.

Al cuarto día de hospitalización, el doctor que le diagnosticó el cáncer, dejó ver su asombro. “¡No me pregunté qué pasó!, porque no tengo una explicación. Usted no está igual”. El médico cambia el concepto de carcinoma por enfermedad de la vía biliar no específica.

Luis Fernando siguió conectándose con los ángeles y encontró en el camino a varios de ellos en el Hospital Pablo Tobón Uribe. Primero, el cirujano hepatobiliar, Sergio Hoyos Duque, quien lo remitió al hepatólogo, Juan Carlos Restrepo. Éste reveló la colangitis esclerosante primaria o enfermedad crónica del conducto biliar y determinó la necesidad de realizar el trasplante de hígado. Entró en la lista de espera en agosto de 2017.

Afiliado a la EPS Sura, el 16 de noviembre de 2018, dos llamadas de un número desconocido, a semejanza de espíritu celeste, le anunció: “Luis, ¿estás listo? Es la hora del trasplante, véngase ya, así como esté. Te espero en el segundo piso”. Fueron las palabras del mensajero de Dios, el hepatólogo Juan Ignacio Marín Zuluaga. Hizo las llamadas telefónicas de rigor y pidió permiso al rector del colegio de la Bolivariana.

“Vaya dúchese”. Pronto, tres enfermeras terminaron la tarea de secar su cuerpo, le pusieron un catéter y lo acostaron en una camilla. No hubo tiempo para la tristeza o despedirse de su familia.

Debido a la primera cirugía; la segunda, era más complicada y riesgosa. Sufrió descompensación, el riñón se paró y el hígado no arrancó. El noveno coro divinotocó el órgano trasplantado y por designio, empezó a funcionar.

“Es posible que quedes con diálisis de por vida”, le dijo el nefrólogo. Luis, le respondió. “Mi diosito es muy lindo conmigo”. Al tercer día le retiraron el catéter.

El 26 de diciembre presentó una deposición con sangre sin lograr establecer la causa de la alerta. Al cuarto día de estar internado, el médico Juan Ignacio, le dio de alta. Se puso feliz porque es tradición celebrar en familia el advenimiento del año nuevo.

“Hay algo que me dice que no te dé de alta. ¡No sé qué es!… Ya vengo”. Al volver, el hepatólogo Juan Ignacio Marín Zuluaga, reversa la autorización y le pide hacer la fiesta en el hospital. Luis Fernando y su pareja estuvieron solos en la habitación. Aquel 31 de diciembre fue el último para su mamá.

A las 11 a.m. del primero de enero vomita bocanadas de sangre. Antes de desmayarse afirma haber visto algo que no sabe describir. Una fístula en la arteria de aproximadamente 5 milímetros de diámetro produjo el código azul. Nada que ver con el trasplante de hígado. A manera de principados y arcángeles ese día de año nuevo estaban en el Hospital Pablo Tobón Uribe: un hepatólogo, un intervencionista, un radiólogo, un gastroenterólogo y un anestesiólogo; todos, dispuestos a salvar la vida en peligro. No obstante, una voz alcanzó a murmurar: “llamen a la familia”.

“No lo abran”, requirió el radiólogo, y agregó: “En media hora se los entrego como nuevo”. Un día en cuidados intensivos, otro en cuidados especiales y 3 en la habitación.

A sus 52 años de edad, Luis Fernando, ora por el donante que le ofrendó el órgano, el mismo que lo puso más cerca de los sucesos extraordinarios. Algunos apuntarán que, él,  “vive de milagro”.