7 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

¿Y si Jardín deja de ser un jardín?

Jorge Alberto Velasquez Pelaez


Jorge Alberto Velásquez Peláez 

Estoy pensionado, al igual que la mayoría de mis amigos, y ejerzo como pensionado, a diferencia de mis amigos, que trabajan más ahora que cuando, con exceso de primíparo entusiasmo, lo hicieron en sus primeros días como empleados vestidos de Everfit.

Distribuyo notablemente mi tiempo entre Colsanitas, la procrastinación, la felicidad de hacer nada, la incomparable dicha de recoger a mi nieto en el colegio, y la emoción de harlista al salir cada semana a puebliar, casi siempre en Antioquia. 

Y es precisamente esta última actividad, la que me ha motivado a escribir la columna sobre mi pueblo favorito, Jardín, que lo es quizás por cierto sesgo, pues allí nací y allí viviré después de morir.

La región antioqueña no tiene muchos pueblos bonitos, hay que reconocerlo, y en mi opinión, apenas un puñado de ellos compone la excepción, mientras los feos hacen parte de la mayoría, sin que falten los horribles, que lamentablemente no son pocos. Por clima, por montañas, por colores y olores, prefiero a los municipios del suroeste, donde residen, no por casualidad, los dos pueblos más hermosos, Jardín y Jericó, ambos con sabor a café y aroma de fresca boñiga, y cunas de santos como mi primo Juan Bautista (obviamente Velásquez Peláez) y la Madre Laura. Ah, y ninguno de los dos pueblos tiene minería depredadora.
Voy a Jardín con frecuencia, como pensionado, lo que significa que lo hago cualquier día de la semana, cuando los que trabajan no pueden, o cuando mis colegas jubilados que sí pueden no lo hacen porque prefieren trabajar. Llego, y ese día el tinto tiene precio normal, precio para habitante del pueblo, después de haberse vendido anormalmente por tres veces más durante el recién pasado fin de semana; las papas valen casi lo mismo que en Medellín (no Carulla) aunque para los turistas que se acaban de ir costaban lo mismo que en Nueva York, y la habitación del hotel que ocupa la que fuera la casa de mi mamá, tiene tarifa para pensionado, solo hasta el próximo viernes. La gente me sonríe, pero Pedro Pablo, mi primo, me advierte que apagarán sus sonrisas, como se dice ahora, el próximo finde. La gente de los hoteles, restaurantes, trucheras y motoratones, sí sonríen a los turistas de viernes a domingo.
Y no quiero decir que los jardineños son malas personas o huraños, o iguales a los barceloneses en España, que odian a los turistas; no, no digo nada de eso. 

Pero es que buena parte de la población está cansada, pues a pesar de los enormes ingresos que le genera al pueblo en general el incontenible número de turistas, y del prestigio creciente a nivel nacional e internacional, el pueblo va dejando de ser de ellos, y no solo las tierras y casas, sino la actitud hacia la mayoría de la población de parte de una minoría de ella que prefiere, por razones obvias, al platudo turista que a un campechano Darío Velásquez.

Colombia está podrida de plata, y el valor de su economía sumergida es incalculable, pero también se observa extraordinaria riqueza en la superficie. Pues bien, comprar en Jardín un metro cuadrado a cualquier precio, sea de una casa o de una parcela, es un nuevo deporte practicado por muchos turistas, tal vez para vivir allí, para ir de vez en cuando, o para nada en especial, simplemente porque se puede comprar y así se hace.

¿Y los pobladores que pagan arriendo, o tienen la ilusión de comprar su casita? Que se vayan a vivir a Andes.

Y el día a día se va volviendo insoportable para muchos a quienes no los sobresaltan los índices de inflación nacional, el encarecimiento de dos dígitos porcentuales de los bienes de primera necesidad, de segunda o de tercera, pues en Jardín se ven casos de aumentos de 300% en algunos productos, y por ello no son pocos los que hacen sus mercados en Andes, incluso en Riosucio, hermana ciudad caldense, vecina pero tan alejada por falta de carretera, como Medellín.

En Jardín las casas se convertirán en hoteles, las tierras rurales en edificios, los edificios en barrios, y los barrios en una nueva ciudadela cuyos habitantes de vez en cuando querrán visitar la «ciudad vieja», esa donde se encuentra la Basílica de la Inmaculada Concepción, por cuya pila bautismal pasaron muchos parroquianos que hoy ya no viven en ella, como dice la vieja canción.