9 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Todo tiempo pasado no fue mejor

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Después de las llamadas “Abdicaciones de Bayona”, que se realizaron el 5 y el 6 de mayo de 1808 en esa ciudad francesa, y que no fueron otra cosa que la forma cómo Napolen Bonaparte les corrió la butaca a los reyes de España Fernando VII y a su padre Carlos IV, se realizó una comida que tuvo como protagonistas a los dientes. 

El emperador y su consorte Josefina se sentaron a manteles con Carlos IV y su esposa María Luisa de Borbón-Parma. Vamos a parlar primero acerca de Josefina y lo relacionado con su dentadura. La reciente película “Napoleón”, de Ridley Scott, maquilló en la bonita actriz Vanessa Kirby el drama dental de la amada del corso. Nacida en La Martinica, hija de un propietario de grandes extensiones cultivadas, Josefina llegó a París con los dientes negros, podridos y enfermos. Era el resultado de su gusto por chupar la caña de azúcar, ya adicta al opio que utilizaba para aliviar su padecimiento bucal. Nada cambió en Francia en cuanto al estado de su estructura anatómica calcificada en la cavidad oral, lo cual se reflejó en que sus labios se volvieron herméticos para la sonrisa, cruel castigo para ella, poseedora de otras cualidades, a juzgar por el empecinamiento pasional de Napoleón, los escarceos de sus amantes y su lucimiento en la pompa cortesana. 

Y ese día se encontró con María Luisa. La consorte de Carlos IV y madre de Fernando VII –quien hace parte de la nutrida galería de tiranos nefastos (perdón por la redundancia), que sigue abierta a la participación de presidentes en nuestros días– sufrió una catarata de desgracias y metidas de pata, que exceden los límites y el interés de esta nota. Mencionemos una: la sucesión inefable de partos fracasados, que fueron mermando su salud y descabalando cada uno de sus dientes. Pero si Josefina tenía lo que tenía, María Luisa contrastaba exhibiendo sus muelitas blancas e impolutas. ¿Cómo es posible, Álvarez, se preguntará usted, que vengas a decir eso después de que dijiste lo otro? Sí, porque María Luisa se preciaba de una prótesis artesanal fabricada por una familia de Medina de Rioseco (Valladolid).  

Las damiselas la envidiaban cuando deslumbraba con su alba sonrisa. No era para menos. El consumo de azúcar en Europa no le había caído muy bien a la dentadura ambiente, William Colgate acababa de abrir en ultramar su fábrica, pero de velas, y era todavía incipiente el avance de la odontología al comenzar el Siglo de las Luces. Pero de eso tan bueno no dan tanto. María Luisa tenía que reducir su maravilla a la hora de comer, porque masticar con esa muelamenta artificiosa era tortuoso e incómodo. Así que ese día también se la quitó y la dispuso como una invitada fantasma. 

A Josefina la fascinó el asunto. Tanto que le pidió a la derrocada datos y señas de los fabricantes, a los que envió a buscar con el ánimo de redimir sus azabaches y cariados incisivos. Cuando sus embajadores de dientes llegaron al lugar señalado se encontraron con que las tropas del emperador no habían dejado piedra sobre piedra, ni gente, ni restos siquiera de la parafernalia que había dado a luz la caja dental de María Luisa (nada había cambiado desde los tiempos lejanos, digamos, y las tropas vencedoras, básicamente de mercenarios, muchos siglos después seguían recibiendo como paga principal el saqueo y la apropiación terrorista de todo lo que encontraran a su paso). 

Ahora bien, también hay la versión que presenta el bendito recurso dental de la española como una forma de chicanear de los riosejanos. Se asegura que no pudieron ser los españoles, pues los iniciadores de esa técnica odontológica fueron los franceses Duchateau y Chemant, de los que yo, sinceramente, jamás había oído hablar, y el italiano Fonzi, del que, en cambio, tampoco tenía la menor idea. 

Alexis Duchateau era un químico y farmaceuta (en algunas reseñas aparece como “Rob”, dentista para más señas), que llevaba en su boca una dentadura hecha con marfil de hipopótamo. Solución más bien inconveniente para Duchateau… y para el hipopótamo. Tenía una halitosis de espanto, que dejaba los problemas de María Luisa y Josefina como una tarea de parvulario. Duchateau comenzó a explorar cómo eliminar de su boca esa sentina, fabricando una dentadura postiza o prótesis removible de porcelana. Quitando y poniendo, y con la ayuda de su colega Nicholas Dubois de Chemant, a nueve años de estallar la criminal revolución francesa, modificaron la composición de la pasta mineral con que se fabrica la porcelana, le pusieron una pizca de arena de Fontainebleau, la salpicaron con soda de Alicante y avanzaron un jurgo en la tarea de resolver ese martirio incrustado en la boca. 

El cirujano -dentista (miren cómo hemos avanzado) italiano Giuseppangelo Fonzi les siguió el paso a sus vecinos. En vez del bloque logró individualizar los dientes y desarrollar 26 tipos de esmalte para que la novedad se viera más bonita. 

La historia de la medicina es apasionante, especialmente cuando se la sitúa en su contexto de 360 grados, y aquí podríamos quedarnos un buen rato. Hablar de las caries que le hallaron al hombre de Cromagnon, que saltó por este mundo hace entre 40.000 y 10.000 años. Y cómo se asegura que la dentadura postiza es un invento etrusco del siglo VII A.C. Y que el presidente estadounidense George Washington comenzó a perder los dientes desde los 24 años. Su primera posesión presidencial, el 30 de abril de 1789, lo sorprendió con un solo premolar verídico y uno de los cuatro juegos de dentaduras hechizas con los cuales se salvaguardó en vida. El dolor que le producía esta estructura anuló su sonrisa y le desfiguró la boca, como se evidencia en la parca expresión que luce en los glaucos dólares. Además, los dientes de sus prótesis eran comprados a esclavos, tráfico que los pobres practicaban desde la Edad Media para ganarse una platica. 

Lo cierto, pues, es que todo tiempo pasado no fue mejor. La medicina contemporánea, y la que viene, parecen ambrosía, es decir, hechas para los dioses. La Odontología les hace maravillas a las personas, y permite en gran parte, ese imperio de la sonrisa que se despliega desafiante en varias plataformas digitales. Los colombianos, que muchas veces creemos que todo lo que brilla es oro, pero fuera del país, tenemos un sector odontológico de lujo, que cada vez se potencia más como oferta para los extranjeros, consolidando el turismo de bienestar, un verdadero clúster virtuoso. 

Y así llega a su final (por ahora) esta nota, en un mundo que ha cambiado tanto que, incluso, a caballo regalado, ahora sí se le mira el diente.