Por Carlos Alberto Ospina M.
No deja de causar asombro el proceder y las reacciones de algunas mujeres que miran con desprecio el halago espontáneo por parte de un conocido, la caballerosidad y el buen ánimo hacia ellas sin el propósito de lograr una relación sexual. En ocasiones esos comportamientos están apoyados en la ideología de género, la cosificación y los prejuicios que, llevan a deducir, intenciones ocultas, en el simple gesto alegre con quien se tiene trato.
La primera intención rebota contra el instinto dañino, la posición física cautelosa y la reflexión sobre la eventual conducta solapada. A los heterosexuales nos aburre obrar como una ostra o persona retraída que, no es capaz de terminar la escena, que habla mal de la destinataria de la fortuita exhibición de afecto. De un momento a otro, olvidamos disfrutar el significado de las palabras gratas que, modifican el estado de los sucesos habituales, a pesar de la decisión de errónea andar irritados. Mejor dicho, transitan con el hacha afilada para degollar el cuento.
De modo inexplicable, se perdió el interés por disfrutar las sensaciones que producen los sentidos, el pensamiento emancipado, las emociones auténticas, los sentimientos desprevenidos, el hecho puro de existir y la expresión de cariño. De nunca acabar esa rivalidad creada con tintes autómatas sin percibir la tierra, en razón a la desconfianza mutua.
Salvo el espacio íntimo entre individuos de diferente sexo, es innecesario comerse unos a otros, en vez de aunar esfuerzos para un mismo fin de intentar ser almas superiores y disponer las cosas de suerte que no haya enemistad, sino complicidad. Al fin de la jornada la felicidad propia busca acoplarse con alguien, por encima de todo, para ganarle temporalmente la dispuesta a la muerte y no hacer feliz al diablo; entiéndase, a la envidia que suscita ver el arrojo y la confianza de los demás.
La cortesía de facilitar el paso en la vía, abrir la puerta del vehículo, aplaudir el nuevo look, ceder el asiento, desatar el nudo de la bolsa, subrayar los logros profesionales, admirar la personalidad y poner de relieve la inteligencia; al parecer inquieta el juicio cabal de ciertas mujeres. Aquí y allí, aquella sinfonía traslada a los hombres a un estado más básico de conservación, ignorando los cambios de cualquier naturaleza y desestimando la belleza, debido al automático rechazo y a la agresión de distintas damas.
Llegamos al punto de censurar la naturalidad, vigilar el riesgo de conocer al otro y negar la posibilidad de dar un susto al miedo a equivocarse. Por supuesto, que hay hombres sin tacto ni razones válidas en apoyo de su confusión. ¿Cómo sacudir la pereza frente a un poco de manía femenina? Difícil terminar acertado siendo amante del detalle y apartado de la segunda intención. La esencia de algo, no la respuesta, consiste en la libertad de conciencia y actuar sin vacilación. ¡Jamás! El respeto es un ejercicio de desacierto.
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