3 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Mi Librería Lerner

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez

Hace 50 años, la Librería Lerner era una de las dosestaciones en las que reposaba mi trajinar semanal por el centro de Bogotá. 

Tenía 17 años, y de lunes a viernes desde las dos de la tarde, trabajaba como Mensajero y a veces Cobrador, una actividad de maravilla que me permitió conocer gente, lugares, recovecos y calles de la ciudad que había comenzado a trasegar desde niño (“Todas las calles que conozco/ son un largo monólogo mío, / llenas de gentes como árboles / batidos por oscura batahola”, había escrito en “El transeúnte”, quien después sería mi amigo admirado y compañero de jornadas periodísticas, el maestro Rogelio Echavarría). 

Con lo que ganaba pagué las matrículas y pensiones de los últimos tres años de un bachillerato que estudiaba por las mañanas y que se había tornado desangelado e insípido, luego de descubrir la literatura y recibir la llave para acceder a ese Sésamo de mundos insospechados y fantásticos. 

Cuando había entregado o recogido todos los papeles de la agenda pedestre, me exiliaba en el número 4 – 35 de la Avenida Jiménez. Don Salomón Lerner había germinado la semilla de su hoy famosa librería, con la simiente de la Librería Jurídica, que adquirió en 1958 en la Calle 14, vecindad propia de la Universidad del Rosario, por la que vaga el fantasma sabio de José Celestino Mutis. En la década del sesenta había abierto este local en la avenida histórica de la capital. Allí llegaba yo con mi maletica papelera (“Papelera” como casi una década después bauticé mi columna semanal en Lecturas Dominicales, de El Tiempo), furtivo e invisible como la pretensión de un pecado. 

El primer piso de la Librería Lerner era accesible para mi visión e inasequible para mi presupuesto. Allí estaban los libros caros y vistosos y era ataviado con la frecuencia de personajes y escritores que la visitaban con su importancia. Yo navegaba sus dos instancias con la pura ilusión y prontamente me deslizaba al sótano. En ese territorio confluían la extensión de mi inquietud literaria y la estrechez de mi bolsillo. Pasaba minutos infinitos escudriñando títulos y pasando páginas, saciándome con los libros inagotables de la Editorial Porrúa, hasta la bienvenida del ocaso. Y podía salir de allí con un libro en la mano, obtenido gracias a la siempre acogedora providencia de los saldos. 

Mi parada precedente, ineludible por el llamado del gusto, había sido en un lugar coronado por un letrero de letras rojas en fondo blanco, el nombre de un contraventor francés al que Edmond Rostand daría una fama tan grande como su nariz. Quince años después, al lado del “Cyrano” de Biarritz, triángulos de chocolate, negros, milhojas y kumis prodigiosos, en el 4 – 56 de la Calle 19 del Edificio Residencial Sabana, en Estudios Gravi, se grabaría el 70 por ciento de las escenas de los 201 capítulos de la telenovela “Calamar” que escribí para Caracol Televisión. Era un remanso en el que mi maestro Bernardo Romero Pereiro, Guri Guri y una pléyade de actores colombianos carismáticos y virtuosos, soportados por un equipo técnico de epopeya, tratábamos de paliar con fantasía a las 8 de la nochela tropelía real de bombas y crímenes y terror que el narcotráfico desataba el día entero sobre Colombia. 

Cuando mis hijos crecieron y lograron solventarse en edades tiernas, pero ya dotados de inquietud y comprensión, pasábamos las tardes de los sábados en la Lerner de la 92, guiados por la atención y el cariño de Alba y Magola (“leía los libros ahí sentada, me dejaban hojearlos como si fueran míos”, evoca mi hija). Esa sede –como sus vecinos Tango Discos, Carulla y la Panamericana—fueron alarmados por la demolición – renovación del sector que se deprimió increíblemente, y la Librería Lerner abrió su sede actual del norte, hermosa y acogedora y cálida como un hogar soleado. 

Allí están mis libros. Está Magola a quien tanto aprecio y siempre abrazo desatando las alas de mi gratitud. Y está Alba Inés Arias, convertida desde antes y luego de la muerte tan reciente de don Salomón Lerner en el gran dinamo de esa fuente de cultura, una magnífica referencia del quehacer bibliográfico nacional, Librera Mayor. Gracias a ella, cuya historia de milagros merece una narración independiente, he presentado allí en sesiones de encanto mis libros “Relato de mi destino” (con Iván Beltrán) y “Bandeja de Historia Paisa en Bogotá” (con Fernando Panesso Serna). 

De Alba y del Gerente General Juan José Gaviria proviene la invitación a la inauguración de la nueva sede de la Librería Lerner en Medellín, este miércoles 28 de febrero a las 5:30 de la tarde. Adivino en las fotos la especial preciosidad del lugar, su singular manera de imantar afectos de la mano del libro, hermandad que es solvente y duradera. E intuyo sin azares el momento tan inolvidable y cálido que será la conversación de Héctor Abad Faciolince y Juan Luis Mejía sobres los libros, los libreros y las librerías en Medellín. 

Que esta nota sea, Alba, mi tarjeta de admiración y gratitud por todo lo que la Librería Lerner ha significado para mí, un sentimiento tan especial como el regalo de tu amistad. Y también mi manera de pregonarte la inasistencia de mi cuerpo y la presencia de mi corazón, que por supuesto, extiendo a Héctor y a Juan Luis, a Juan José. Cosas qué hacer en esta urbe sabanera, ya sabes. Entre ellas, preparar la conversación de embrujo que sostendremos con el abogado Gustavo Cuberos el jueves 29 a las 5:30 de la tarde en la Librería Lerner del norte, en la presentación de su interesante libro “A ojo de buen Cubero” (Refranes de la mitología, la historia y la literatura), de Página Maestra Editores. 

Han sido 50 años de afecto literario y crecimiento personal con la Librería Lerner, que agradezco por ser una de dos estaciones de mi vida. La otra, ya lo saben, tuvo la forma de los bizcochos Cyrano de entonces, de un rico kumis que degustaba antes de irme para el sótano feliz en el que conocí, entre las páginas de los libros, un anticipo del cielo.