9 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Los aplaudidores

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

De la antigua Roma puede provenir la apoteosis de esa tentación humana de no solo sentirnos satisfechos cuando nos halagan y aplauden, sino de obligar a los demás, comprándolos o esclavizándolos, para que como sumisos corderos se conviertan en una tramoya de comparsas. 

Nerón Claudio César Augusto Germánico pasó a la historia con el sinóptico nombre de Nerón y gracias a una reputación de extravagante tirano muy propia de los megalómanos, que se quedó corta ante la alegoría siniestra de un emperador que tocaba la lira mientras ardía Roma. Todo lo cual, por esos avatares de la historia que nunca termina de escribirse y de interpretarse, hoy está siendo controvertido y revisado, hasta establecer que no estaba en Roma en el momento en que la ciudad ardía y mucho menos tocando la lira. 

Pues, bien, el simpático Nerón, según cuentan las lenguas malas, reclutó cinco mil jóvenes para que lo vitorearan y cubrieran de adulaciones cada vez que aparecía haciendo cualquiera de las muchas cosas con que se presentaba ante sus conciudadanos y súbditos, por ejemplo, cantar o explayarse con sus parlamentos polifacéticos. 

Habrían de pasar algunos siglos, y que el mundo se arropara bajo otro manto de sofisticación, para que Jean Daurat, poeta galo del siglo XVI montara su propia corte de “aplaudidores”. Compraba una cierta cantidad de entradas a sus representaciones y las regalaba a cambio de que los beneficiarios le prodigaran aplausos y vítores que simulaban el éxito. La profesionalización del truco se llamaría “claque” en la Europa moderna y se establecería como una práctica que, como tantas cosas, terminaría en el marco de un lucro mafioso. 

En 1820 dejaría de ser un empleo informal. Nada de eso. Se abrió una agencia en París encargada de proveer aplaudidores a teatros y autores que los solicitaran y pagaran, y el negocio se extendió a otros países como brazos de pulpo. Y se especializó. Había un “jefe de aplausos” con el criterio suficiente para desatar a sus hordas lambonas en momentos específicos. Había “Comisarios” que se aprendían la obra de memoria y dirigían subgrupos, de acuerdo con el momento emocional de la trama: reidores, lloronas (con lágrimas y pañuelos, como nuestras plañideras), “cosquilleadores” que hacían reír a la audiencia y “biseros”, que además de saldar la obra con sus palmas postreras gritaban “bis, bis”, lo que hoy se ha reemplazado con el alarido colectivo de “otra, otra, otra”. 

Si piensan ustedes que este método falaz operaba solo para teatros de pacotilla, están muy equivocados, como decían las mamás de antes. Se aplicaba con similar o mayor solvencia en La Scala de Milán, en Viena, en la Royal Opera House, de Londres, y en Nueva York. Y como pasa ahora en las grandes ciudades con las bandas que segmentan los delitos, el asunto convergió en el hampa. El jefe de aplausos contactaba a cantantes, artistas y compañías antes de su debut y les planteaba una alternativa delictuosa: me pagan y reviento el lugar con los aplausos o les hago un bautizo de silbidos y rechiflas que los pone de patitas en la calle. 

La historia de la “claque” es hasta divertida, con singulares variaciones sobre el mismo tema en España, donde se conoció como “alabarda”, y se sintetizó en tres principios, que parecen políticos: la protesta es más estrepitosa que la admiración, la gente que paga se cohíbe de aplaudir con furor por miedo al ridículo y los que no pagan tienen la crítica a flor de labio, especialmente si se trata de colegas. Juzgue cada cual la veracidad de esa regla de tres. Se asegura que Carlos Gardel, antes de que le sobraran aplausos, fue un claquero graduado con honores. 

¿Por qué todo este cuento? Porque los políticos del mundo, que son una especie de nerones de coliseo, habilitan a la gente para se convierta en aplaudidores. Habilitar es un eufemismo. Lo cierto es que les pagan o los someten por la vía de los subsidios o de transfigurar al Estado en un progenitor corrupto, que se apropia de la salud, la educación, las pensiones, la vivienda, las ayudas y se convierte en un monstruoso generador de puestos inútiles, que se llena de burocracia domesticada y la sufraga de manifestación en manifestación. Hay que ver el caso de España, donde pasa eso, y las engañosas cifras de crecimiento del empleo provienen del Estado, mientras ahoga con impuestos y trabas a la empresa privada y a los autónomos. 

2024 es un atípico año de elecciones. Se realizarán en cerca de 100 países y la mitad serán presidenciales –seis de ellas en América Latina (incluida la pantomima criminal del sátrapa del país que le venderá gas a Colombia mientras el gobierno quiebra a Ecopetrol) y la de los Estados Unidos, que posiblemente tendrá que escoger, como hicimos por acá, entre lo malo y lo peor–, abarcando al 50 por ciento de la población mundial. El poder engolosina y los que están encumbrados harán cualquier cosa –léase bien—, cualquier cosa, para permanecer, hasta utilizar el terrorismo de Estado o armar la tercera guerra mundial cuya ignición ya chispea en Europa. 

Es relativamente reciente la engañifa de utilizar a los claqueros como telón de fondo. Usted ve al presidente, al candidato o al presidente – candidato con un grupo de gente detrás de él. Aplauden más que en el Congreso de los Diputados de España, un hemiciclo dividido por los puestos de los dos partidos principales, entreverados por las fracciones independentistas que se tomaron el poder con la Amnistía. Y están entrenados para manejar todas las expresiones, léase, admiración, rabia, sorpresa (¡oh!), todas ellas calculadas o dirigidas en la pantalla. En la película, cuando Shrek entra a la iglesia decidido a frustrar la boda entre Fiona y Lord Farquaad, este se burla del ogro e indispone a los dóciles asistentes, cuyas manifestaciones son guiadas en todas las instancias de su vida servil por letreros como el de la imagen que ilustra esta columna. Tal cual. 

La política, como se concibe y practica en nuestra época, es una actividad que envilece al pueblo, lo esclaviza y manipula y lo convierte en títere de un Estado mafioso y corrupto. Y lo sojuzga de una manera impúdica, mientras esos artífices de la miseria tocan la lira, las ciudades arden y ellos se llenan los fondillos con el presupuesto nacional que es el dinero de todos. Y fuera de eso nos toca aplaudir.