3 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La vida con amigos

Carlos Alberto Ospina

Por Carlos Alberto Ospina M. 

De una vez para siempre, las primeras formas de socialización del individuo se asemejan más a los errores que al significado de la amistad. Los gestos entre compinches e intentar alistarse en el círculo cerrado de otros, superaba el límite de lo razonable. Cambiar de barrio, entrar al colegio, participar en el juego de la golosa, iniciar clases de natación, ir a misa en busca de novia, comer un helado de nata en el parque o comprar la gaseosa en la tienda de Toño, se convertía en el limbo de ciertos niños.

Algunos anhelaban ser invisibles para evitar el trance aleatorio de la entrada a la barra. El macho alfa, a veces, no contaba con el rol dominante ni la fuerza suficiente respecto de los desconocidos. De tal manera que, un iniciado, se sometía a la prueba de fuego de exponer sus habilidades físicas, la destreza con la pelota de letras o la imprudencia de lanzar la piedra contra la puerta de Delia, la solterona amargada. Así entregaba el alma en la primera huida, saltando los matorrales de los terrenos baldíos y refugiándose detrás del poste de luz, a modo de guardia que custodia la trinchera.

A nadie lincharon debido a esas travesuras. No está de más señalar con el dedo a dos o tres vecinos que celebraban la hazaña picaresca; los mismos que anunciaban la presencia de la ‘bola de la policía’. “Ahí vienen los tombos”. Entonces, de nuevo, a buscar protección en cualquier parte.

Distintos aventajados corrían hacia la casa de la sardina destacada de la cuadra. Ella, en medio de la candidez y la naciente curiosidad, gesticulaba de dientes afuera en ademán de enfado. “¡Chito! Mi papá los va a coger a palo, donde los escuche”. “Ey, muchachos, pilas pues, calladitos”, pedía el lambón de siete suelas con miras a lograr la simpatía de la chiquilla. A reglón seguido, el avispado le robaba un beso, a la par que reiniciaban el escape.

Entre las carcajadas y los nervios propios de quien metió la pata, transcurrían dos horas de celebración gracias a semejante proeza juvenil.  “Yo no vuelvo a pasar por allí. ¿Sí le contó al hermano mayor? ¡Uf, ese man me va a matar!”, temblando de miedo, murmuraba el otrora listo del clan barrial. Obvio, no faltaba el aparente estímulo de los versados en dar bomba. “Fresco, hermano, que usted le gusta a esa pelada… yo siendo usted me le declaraba de una”. El símbolo de la bobada caía en la tentación y en la trampa. Minutos después, regresaba queriendo serrucharse las patas a causa del previsible rechazo.

Expertos en ‘halagar con la boca y morder con la cola’, unos cuantos, fallaban a la lealtad. Al salir de la escuela azuzaban los perros, tocaban los timbres, pisaban los jardines e imitaban al vender de tierra de capote. El atrasado del grupo pagaba las culpas ajenas, recibía la pedrada en la espalda, padecía los reclamos de las chismosas y resistía los mordiscos de los canes. El daño moral provocado por estas situaciones conflictivas no duraba tres vueltas a la manzana.

El ofendido cobraba venganza, dándole vueltas a la imaginación. En mitad de las burlas echaba polvo de picapica sobre la espalda o dentro de los calzoncillos de varios infames que, corrían sin freno, a buscar la manguera del lavador de carros, con la mala suerte que este había quitado la llave del agua. Muchos se orinaban de la risa sin saber que pronto serían las víctimas de otra ensayada broma.

Un buen día, la ocurrencia consistía en colarse al baile de garaje de una comuna cercana. Poniendo cara de cemento, uno a uno, ingresaba danzando y haciendo guachafita hasta volverse el centro de la celebración. Detrás de la táctica aventurera comenzaban a reunirse las chicas animadas de la fiesta y la dueña de la casa no se cansaba de decir: “¡Divinos esos muchachos! ¿Mija, de dónde salieron?” Interrogante que pronto se disipaba.“¿Mañana van a venir al sancocho?”. Invitación imposible de resistir sin hacer historia.

En todo tiempo, los amigos de antes, durante, ahora y después constituirán algo esencial. Por eso, duele tanto seguir viviendo sin ellos. A las alas del corazón no les faltará el aliento del afecto perpetuo.