7 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La pandemia de la moda

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez

Se están cumpliendo cuatro años de aquel momento en el que la Organización Mundial de la Salud declaró la primera pandemia acaecida 102 años después del estornudo arrasador de la gripa española. Un portafolio sociológico ya ha sido establecido explicando las secuelas de este seísmo, que algunos consideran solamente un heraldo de la que nos está esperando a la vuelta de la esquina. 

Del encierro, de las vacunas, de esa confusión babélica se desgajó una sociedad quebrantada, polarizada, que este año 2024 parirá enfrentamientos rebuscados, como el de la guerra civil que se anuncia como rémora de las elecciones en los Estados Unidos, en las que cada uno de los dos candidatos ya anunció que, si gana el otro, no lo va a reconocer. 

Yo tengo mis observaciones, que enuncio con discreción, sin el ánimo de mimetizarme en Byung Chul-Han o en Yuval Noah Harari, que son los explicadores oficiales de nuestro tiempo. Creo que la pandemia dejó una población cansada, inagotablemente enferma, que está desangrando  los servicios de salud del mundo, incluso sin la ayuda del gobierno como en nuestro país. Las reglas, las normas, quedaron como guirnaldas, y el hacer lo que nos da la gana se convirtió en el código. La autoridad y sus representantes están siendo apabullados en Occidente, desmantelados con discursos acomodaticios de abrazos en vez de balazos y de referencias interplanetarias y celestes. De la pandemia, el narcotráfico renació poderoso y ecuménico y hoy tiene sus pulposos brazos criminales extendidos con avidez. 

Pero esta es una nota amable, cuyo objetivo es plantear que la pandemia transmutó la moda, la forma de los atuendos que rigió por lo menos hasta el albor del siglo XXI. La comodidad dio un golpe de Estado implacable y rabioso a la formalidad, legalizando incluso al descuido y al desabrocho como una forma de vestir. 

Teorizar sobre ese proceso no es mi especialidad, pero voy a intentarlo. Es posible que todo comenzara cuando la revolución tecnológica iba siendo gestada por personas que habitaban un universo autónomo, sin trajes de corsé, ni zapatos de suelas aherrojadas y estáticas. La imagen de Steve Jobs presentando las nuevas maravillas del mundo en jeans y tenis fue la marca del rompimiento. Las oficinas de estos lares comenzaron a soliviantar el ambiente, cuando aceptaron que los viernes se usara un traje informal, se archivara la corbata y los zapatos deportivos comenzaran a dar pasos de animal grande. 

Con la pandemia y todos encerrados –el teletrabajo habilitado de la noche a la mañana como forma de vida–, comenzamos a vivir de la cintura para arriba. Aparecíamos por Zoom y Google Meet y otros artilugios empleados para las reuniones, con una pinta laboral arriba y abajo una pantaloneta, el pantalón del piyama o una sudadera o quién sabe qué… Muchos, muchas, se acostumbraron a la molicie y solo cuando se disparaba el vídeo podíamos ver sus pelos quietos, su ausencia de baño salvífico, sus rostros de trasnocho consumado o despertar intempestivo sin ablución. 

El concepto de trabajo en oficina se pulverizó. Y me parece que, si bien todos salimos a la calle con la felicidad de los sobrevivientes, nos quedó cargada como un polo a lo profundo de nuestros peores sentimientos una ira contenida, una saña empozada. Tal vez por el tiempo perdido, por la ruina económica, por terminar entendiendo que no conocíamos a la pareja con quien vivíamos, pero no convivíamos, por sentir que alguien experimentaba con nosotros malográndonos el porvenir. 

Lo que se vive hoy en cuanto a la forma de vestir, nada tiene que ver con la etiqueta caduca. Estamos en el imperio de los tenis. Abocados a la extinción del zapato de suela recia. Los trajes –me refiero al conjunto de chaleco, pantalón y saco y todo eso– han sido exiliados a un ropero de vergüenza pretérita, con las respectivas consecuencias económicas para sus fabricantes (“Ya no vendemos vestidos”, me dijo hace poco la amable dependienta de un gran almacén). Hay una nueva etiqueta, que permite a las camisas estar siempre por fuera –o la moda femenina de un poquito adentro y lo demás al garete. El asunto favorece a los hombres con pancita y de cualquier edad, que andando en tenis y con joggers ganan puntos de esperanza en la eterna juventud. Las medias largas o medianas también pasaron al patíbulo y con los tenis se usan unas tan cortas y precarias, que parecen no existir y dejar los pies liberados al voluntarioso olor del caucho empantanado con la piel. 

Solo hago una descripción, esto no es una crítica, y ya estarán ustedes preguntándose qué pitos toco yo en todo eso. Durante mi vida laboral creo haber mantenido un compromiso con la elegancia, sobreponiéndome a incomodidades y torturas, fiel a la lección que algún día me diera don Enrique Santos Castillo. Hoy que llevo una vida más mía y como la quise para esta edad cercana a la séptima década, por supuesto que estoy casado con la comodidad. Para la cotidianidad de días por la calle soleada, voy en tenis, con la camisa afuera y empacado en unos joggers que no me aprietan nada distinto de los tobillos. 

A sitios y citas y compromisos que considero de respeto con los anfitriones y los comensales, por ejemplo, voy de punta en blanco. Parte de esa informalidad imperante ha consistido en arrasar con algunos cánones de lugares que fueron innegociables tiempo atrás. No ir a la iglesia en sudadera, pantaloneta, camisa esqueleto ni ombliguera. No acudir a los restaurantes de domingo en condiciones similares o más bien peores. Y subirse a un avión con alguna compostura, no como esas personas que abordan en Santa Marta goteando, con la pantaloneta de baño, chanclas y la toalla encuellada. 

No puedo terminar sin decretar que me encantan las mujeres elegantes, las que se arreglan el cabello y llevan la cartera en el brazo con atinada distinción. Así como siempre vi a mi mamá, engalanada en su donaire hasta el último día de su vejez. Pero, en fin, que pienso que la pandemia de esta moda disruptiva, como llaman ahora, ha llegado para quedarse y conquistar territorios extremos, mano a mano con la dictadura del reguetón. Y reflexionar sobre esto es solo un pretexto de lectura para estar con ustedes convocando sus opiniones sobre la forma cómo se visten hoy en día. También un esguince para aplazar por un ratito lo que de verdad nos viene pierna arriba.