26 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Gracias a ella

Carlos Alberto Ospina

Por Carlos Alberto Ospina M.

Unos confunden la nostalgia de otros tiempos con la resistencia al cambio, lo que incita al enfrentamiento de opiniones que, a veces, causan la inconveniente discordia en el ámbito de las emociones. Sin embargo, la mayoría de personas hacen buena cara al recordar la crianza y las interminables anécdotas de cada mamá. Mujeres hechas leonas, orquídeas, colibrís, agua bendita, tierra fértil, caricia de viento y fuego en el espíritu. 

En ciertos períodos de relativa comodidad para algunas, las madres, ofrendan los mejores años de sus vidas en función del hogar y de la formación de los hijos; al instante, lanzan la chancla voladora o sacuden con firmeza las manos para que no se pegue la natilla en el fondo de la paila.  

“Venga, hijo, ayúdeme a colgar la ropa. Los hombres deben aprender de todo. Cuando se oree, la entra. ¡Va a llover!”. A reglón seguido miraba el firmamento despejado, la pelota de plástico al lado de la poceta y simultáneamente escuchaba el silbido de ‘Popa’, aliado de la infancia, a manera de señal de inicio del partido de fútbol callejero. De repente, el vaticinio de mamá se transformaba en la infructuosa galopada para evitar que se mojara el vestuario del batallón conformado por ocho críos y papá. “¡Se lo dije!, ya no me sale a la calle. Queda castigado por una semana”, sin posibilidad de apelación, sentenciaba mi mamá.  

En diferentes momentos este tipo de castigo se transformaba en el disfrute de las delicias caseras. Mientras mis amigos sudaban la gota amarga a raíz de las interminables jornadas deportivas; sentado en el umbral de la puerta, saboreaba la oblea con el arequipe hecho por la abuela, la crema de coco, la hojuela y el buñuelo que no esperaba navidad, sino la visita de las amigas del costurero. Época en la cual no se calculaban los carbohidratos, tan solo la capacidad de repletar el abdomen plano del joven en crecimiento; porque esta fue la justificación de nuestra madre para alcahuetear el desbordado apetito de los tres varones. 

“Hijo, súbase al techo y mueva esa bendita antena que ya empezó la novela. Me voy a perder ese papacito de El retrato Dorian Grey. Muévala un poquito, ¡le estoy diciendo que un poquito!, por ahí; déjela así”. A fe, perdóname madre que estás a la vera de Dios, en más de una ocasión apenas había alcanzado a quebrar tres tejas de barro y apretado nalgas para que no te dieras cuenta de los malabares en procura de llegar al alambre del televisor. Al día siguiente de la fallida hazaña, a escondidas, remontaba el techo para enmendar las rupturas, pero las lluvias de abril develaban mi torpeza.  

“Hijo, le tocó subirse a correr las tejas. ¿Cuándo aparecieron esas goteras que van a acabar con los muebles?”, preguntaba mi mamá. Furioso y emparamado aguardaba el instante que me partiera un rayo en medio de la tormenta. Ella era una mujer que ordenaba y pedía favores sin dilaciones de ninguna naturaleza. Nos enseñó el sentido de la responsabilidad, el esfuerzo, la humildad y la capacidad de superación personal. 

Nada es gratuito ni producto del imaginario maná que no cae del cielo. Todas las noches se cocinaba el maíz y en la madrugada se molía el grano en la pesada máquina de metal color gris. Las arepas más simétricas, delgadas y especiales salían de las manos laboriosas de mamá.  

Otra vez me llamó la atención: “ensaye hacerlas para cuando viva solo; luego, me lo va a agradecer”. En verdad, aún hoy, le doy gracias por la disciplina, el acompañamiento, la amorosa orientación y las enseñanzas de los oficios domésticos que, me dieron ventajas y grandes ahorros, cuando residí fuera del país. Los compañeros de posgrado gastaban muchísimo dinero en el arreglo de la ropa y la alimentación; por el contrario, el suscrito había resuelto con anticipación esas necesidades o prácticas cotidianas. Así que saqué el máximo jugo a los viáticos para la diversión, los suvenires y los regalos. 

Al igual que ajenas madres, la mía, no conoció la pereza ni la comodidad de tener transporte propio por aquel lapso. Entonces, se echaba sobre los hombros las tulas, los hijos y el costal con el mercado camino a subirse al camión de escalera. Durante casi tres horas nos limpiaba el polvo y los restos de vómito de las distintas mareadas que, nosotros recitábamos con angustia, hasta pasar el quinto puente que indicaba el fin del tortuoso viaje con miras a pasar vacaciones en la finca del abuelo.  

Allí aprendimos a valorar el trabajo de los campesinos, el respeto por la naturaleza, el criterio de sembrar de acuerdo con las fases de la luna, la compañía incondicional del perro criollo, la fuerza medicinal de las plantas, el cuidado de las fuentes de agua, las estrellas fugaces, la molienda, la carne salada colgada arriba del fogón de leña y las historias de espantos escuchándolas acurrucados encima de la estera de palma que, dicho sea de paso, fue el inolvidable colchón. 

Mi madre con su ejemplo nos enseñó la trascendencia de las cosas bien concebidas, los valores humanos, la importancia del carácter, el control del temperament