4 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El Jodario: Monumento

 

Por Gustavo Alvarez Gardeazábal (foto)

Resolvió morirse en San Valentín,  día universal de los enamorados. Había llegado a mi vida hacía 11 años, 7 meses y 23 días. Llegó cuando arreciaba la persecución. Quince días atrás me habían matado en una noche los cuatro perros que tenía. Querían entonces, (igual que ahora braman en las redes), que me callara. Que no siguiera opinando. Llegó de la mano de Isabel y Alejandro y llenó de vida esta casona a orillas del Cauca donde paso mi vejez. Era muy grande, la última vez que lo llevamos a la clínica pesó 91 kilos. Pero así como era de voluminoso era de afectuoso y protector conmigo y, sobre todo con los muchos gatos que ayudó a criar y que se peleaban el derecho a dormir a su lado arropados por el inmenso calor que brindaba. Sus ladridos de gran danés dorado se oían a kilómetros y encabezaba el coro de los otros canes que le hicieron pronto compañía, dos malineses, tres chihuahuas y un Basset Hound, para aullarle a la luna y hacerme sentir protegido. Resistió con dignidad las batallas de salud que su gigantesco cuerpo le presentaba y a todas se sobrepuso. Le dio un infarto y ayudado con los mismos medicamentos que el cardiólogo me ha ido administrando para sobrevivir y, sometiéndole a un dieta de enfermo coronario, salió adelante. Con el paso de los años Monumento fue quedando ciego pero como nos identificábamos tanto pude enseñarle a buscar sus nichos, a pasear en los potreros, a encontrar los platones del agua que con tanta cantidad y desespero bogó en su vejez. Trataba que tomara el último sorbo cuando el paro cardíaco. Le hablé y movió la cola para despedirse, como cuando era cachorro. Me inundó el llanto. Lo enterramos adoloridos la tarde del jueves, en el mismo colchón que murió y recubierto por el blanco sudario de nuestros ancestros, perfumado con lavanda turca, al lado del lago de los gansos que nunca persiguió, rodeado por media docena de sus gatos que ayudó a criar y a la sombra del chiminango repleto de orquídeas florecidas con el  verano.

La empanada

Estamos viviendo los mismos prolegómenos que llevaron a Manuela Beltrán a romper el edicto pegado en la puerta de la alcaldía de El Socorro anunciando los nuevos impuestos de Armada y Barlovento. Ella arrancó el papel y a sus 57 años simuló que se limpiaba el trasero con él. Allí comenzó lo que la historia ha llamado “La revolución de los comuneros”. Casi lo mismo estamos viviendo por estos días cuando a millones de colombianos nos parece que el tal Código de Policía es un absurdo que debemos arrancar de nuestra legislación y usarlo como reemplazo del papel higiénico. Puede ser la “Revolución de la Empanada” o simplemente la certificación histórica de que somos un pueblo sumiso, que nos dejamos imponer normas arbitrarias, que nos hacen daño, pero preferimos dejarlas ahí pensando que algún día se cansarán de aplicarlas.

Como quien redactó y aprobó el Código de Policía que hoy nos tiene en jaque, fue el Congreso de la República  a petición del gobierno Santos, no existe ningún líder político que salga con credibilidad a encabezar la gran marcha nacional contra la prohibición de comer empanadas en la calle o contra la posibilidad de ser detenido si no se porta la cédula laminada de ciudadanía. Y como tenemos de presidente a un ciudadano que de manera increíble se humilló ante el presidente de los Estados Unidos y se ha dejado meter como cabeza de turco de una guerra contra el dictador de un país vecino, pues nadie espera que el bendito Código de Policía sea revocado y nos quitemos de encima su inmisericorde yugo. Más bien, algunos tememos que así como reinterpretaron por medio de un decreto lo que ese tal Código dice y autorizaron a la Policía a perseguir a quien porte la dosis personal de droga que la Corte Constitucional autorizó, lo que se nos venga encima es un régimen del terror, apuntalado en la Cooperativa de Soplones que el presidente ha promulgado.
@eljodario