19 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El don y el poder de la palabra

Por Enrique E. Batista J., Ph. D. 

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Las normas de urbanidad nos exigen ser personas de buen hablar, de limpias y positivas palabras. Nuestra condición humana nos obliga a tener un buen y fundado carácter, poseer y respetar las palabras, usarlas para abrazar y no para abrasar, emplearlas para amar y no para odiar, para la construcción de una saludable humanidad y para la armonía social y no para las desavenencias perturbadoras de las buenas relaciones entre todos. 

El principal logro escolar se da cuando los alumnos adquieran el poder de la palabra y la convicción de su importancia y buen uso. Un proceso educativo éxitos es aquel que les permite a ellos adquirir el don de la palabra. Sin ese don y poder no existirán logros formativos ni aprendizaje revelador de riqueza interior.  De una buena escuela sale el alumno premiado, gratificado y honrado con el don de la palabra, con la capacidad de emplearla con su debida significación incluida la polisemia que dictamina usos diferentes en determinados contextos comunicativos. La polisemia según la Real Academia de la Lengua se refiere a la: «Pluralidad de significados de una expresión lingüística», frente a ellas el hablante y escritor ejercen especial cuidado para evitar incurrir en error de comunicación si se emplease un significado que no es propio de la palabra dada la intención de quien habla o escribe. 

El hablante y el escritor demuestran el don de la palabra respaldados por la aplicación de los principios de veracidad, concisión, exactitud y corrección enunciativa oral o escrita. Así, alcanzan riqueza léxica y exactitud semántica, bases para una comunicación clara y precisa.  

El ser humano pudo desarrollar sus habilidades intelectuales cuando fue capaz de nominar a los objetos, personas y sentimientos y pudo construir conceptos, muchos de ellos elevados a categorías abstractas, a constructos. El don de la palabra le permitió crear figuras literarias, hipótesis explicativas, teorías científicas, instituir y mantener la historia y las tradiciones, crear y desarrollar la cultura y las artes. Con ese don engrandeció su capacidad de raciocinio, así como la comunicación de sentimientos mediante metáforas, hipérboles, alegorías, símiles, analogías, cantos, poesías y obras literarias de diversa índole, que le han permitido llenar de belleza, claridad, energía, vigor, efusión y entusiasmo a lo que se dice oralmente o se escribe. 

Con el poder de la palabra se creó el prodigio del libro y se pudo decir y conjugar el verbo amar en todas sus declinaciones.  Con ese poder el hombre se llenó de humanidad y sentó las bases para su evolución como ser con inteligencia y raciocinio. En el poder de las palabras reside también el amor, la simpatía y la empatía. Con ese poder se construyeron oraciones que enriquecieron los idiomas y también aquellas para comunicarse con el Altísimo. 

Con las palabras se crearon los mensajes, unos orales llevados con precisión a los confines del espacio y de los tiempos por la complicidad y hechizo de los vientos, y otros escritos que se imprimen en nuestra conciencia mediados por el papel y hoy por una variedad de formatos digitales. Unos y otros han sido resultados de la mágica maravilla del alfabeto que no es más que un grupo minúsculo de caracteres, en castellano 27 letras y cinco dígrafos (ch, gu, ll, qu y rr), que permiten en su maravillosa articulación dar nacimiento a las palabras para expresar y crear sentimientos, pensamientos e ideas desde las más simples hasta  la de más alta elevación y abstracción.  

Las palabras encierran una magia. Son mágicas para alcanzar una comunicación efectiva con los demás. Con su magia describimos el cielo y la tierra y también adornamos nuestros más insignes sentimientos, incluidos los más insondables. Aprender a conocer las palabras en sus distintos espacios semánticos representa ganar un grandioso poder para expresar sentimientos, construir relatos, cuentos, canciones, fábulas, novelas, teorías científicas, llenar al mundo de agradable y entretenida ficción, construir anagramas y crucigramas, acertijos y rompecabezas e innumerables acciones más que nos da el poder mágico que ellas encierran. 

En el poder de las palabras está en la base de la creatividad. Esta, a su vez, nutre con significados a aquellas.  Las palabras nos permiten dar nombre a las personas y a los objetos. Nos permiten crear explícitas realidades. Con las metáforas y muchas figuras literarias damos cuerpo y brillo a infinidad de comunicaciones que de otro modo resultarían planas y por ello muy difíciles de entender o quedar recorridas de anfibología sujetas a variadas interpretaciones. Ellas nos dan el poder de la elegancia y de la más precisa comunicación. Con las palabras damos la necesaria vivencia externa que requieren y reclaman nuestros sentimientos.  

Siempre hay la dicha de jugar y construir con las palabras, de edificar mundos reales o de fantasía. Con las palabras también jugamos y construimos expresiones que enriquecen nuestra relación con los demás. Las palabras hacen la magia específica de darle sentido al mundo físico y al mundo interior. Con las palabras construimos sueños y ensueños fabulosos. 

La palabra es una voz y a la vez una representación escrita de ella. El escritor, como todo hablante, tiene la facultad de ser creativo, de crear palabras o de imbuirlas de nuevos significados. Esa facultad le da al individuo el poder para asignarle a las palabras un significado claro con respecto a referentes específicos. De ese modo, se enriquece nuestra capacidad de anunciar nuevas realidades, nuevos sentimientos o de describir novedosos acontecimientos. Pero, a la vez, se enriquece la lengua nativa y se construyen alrededor de ella el conjunto de dialectos que la conforman.  

Enriquecer el vocabulario y llenar las palabras de nuevas significaciones dan a diario renovada vida a nuestro propio idioma. Sin ese enriquecimiento no sería posible explicar hechos y realidades novedosas, sería una inmovilización, un estatismo y un empobrecimiento de nuestra lengua. El Instituto Cervantes anota: «Si el lenguaje es básicamente un instrumento para la comunicación, en cada lugar la lengua sirve adecuadamente para que los individuos de esa sociedad se comuniquen entre sí, de modo que los usos que han ido creándose en cada comunidad son los que mejor sirven para los propósitos comunicativos de sus individuos». (https://rb.gy/fdchgv).  

Las palabras son como el río que raudo corre por su cauce llevando aguas abajo, con su runrún melódico, su vital y precioso contenido acatando los cánones que le fija la madre naturaleza.  Pero, el río, que conoce sus propias bondades, puede sin impaciencia desbordase para enriquecer con su limo las orillas, haciéndolas más fértiles, inundación que nutre a los bosques de galería en sus márgenes y les otorga parte de su preciado y vital líquido, el corazón de su propia esencia, a cuantos seres vivos se encuentren en su vertiginoso camino hacia océano salobre sediento de agua fresca y dulce. Del mismo modo, las palabras crecen en su dimensión lingüística, inundan nuestras vidas con renovadas significaciones y llegan a las márgenes del idioma que requieren y reclaman permanente renovación y enriquecimiento para mantener su vigencia, fertilidad y magia. Palabras que, como el torrentoso río, nos permiten interacciones humanas repletas de frescura y sabor dulce. 

En su mundo mágico las palabras hablan entre sí para dotarse de nuevos significados. Las palabras no existen solas, forman un mundo en donde se mantienen unidas, apoyándose unas a otras, asociándose con aquellas que se les parecen, pero que son casi iguales, son sus semejantes, sus sinónimas, primas que les ayudan a dar fuerza, claridad y precisión a lo que se comunica. En ese mundo donde ellas viven e interactúan están también aquellas que connotan una idea contraria a la que cada una representa, son sus antónimas, lo que no quiere decir que viven contrapuestas, representan la regla universal de la armonía entre los opuestos que siempre corresponde a una unidad dialéctica, a una sola identidad; las unas no podrían existir sin las otras, su parte complementaria y, en ningún caso, su contraparte. Y en ese mundo donde las palabras se mantienen vivas, rodeadas de renovada vitalidad, están aquellas que por asuntos fonéticos suenan iguales, sin que lo sean, como si tuvieran un mismo apellido, son las amigas homófonas, suenan iguales, pero no significan lo mismo. 

Existen las buenas palabras y las que se usan para «mal – decir». Se trata del don de las palabras, no de las palabrotas. El poder de las palabras implica la negación de la impropia «ley del menor esfuerzo», bien explicada y aplicada por un distinguido y reconocido maestro de ciencias, con base en la cual en la búsqueda de economía en el lenguaje y de ganar tiempo se crean cortocircuitos que llevan a usos impropios y nada efectivos del lenguaje, a conflictos y mal entendidos. No es un factor de éxito rehuir el gratificante esfuerzo que significa aprender palabras, enriquecerse con el vocabulario y usar de manera apropiada y precisa otras acepciones de ellas que dicta la polisemia.  

El mundo adquiere sentido sólo cuando el universo de los objetos externos y los eventos de nuestro mundo interior tienen una denominación común y precisa que es aceptada y compartida. Pero, ese mundo adquiere mayor sentido humano cuando las palabras evocan sentimientos, explican emociones y con ellas creamos conceptos como: belleza, paz, verdad, lealtad, amistad, bondad, virtud y justicia. Y otras hermosas que el lector podrá agregar.