3 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Canción de la esperanza 

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

El lunes 26 de febrero, pasadas las tres de la tarde, llegamos con mis amigos periodistas Germán Manga y Jairo Pulgarín a una cita de amor y entrega total con cerca de 15 damas que nos esperaban ansiosas, a nosotros, aguerridos viandantes de la palabra.  

La casa de la cita era la marcada con el 6 11 de la calle 67, apuntalada con imponencia en el entorno del terreno de las 20 fanegadas que Enrique Camacho compró al comenzar el siglo XIX al norte del caserío de Chapinero, en donde construyó su quinta, inmensidades que su familia vendió décadas después para dar origen al barrio elegante: Quinta Camacho.  

Parqueamos el carro con sigilo por la entrada de la carrera, siguiendo las instrucciones de Ana Lucía Solano, causante de la invitación, y quien insistió que acometiéramos esa incursión anónima. La sorpresa suele ser aliada de la conquista. 

Pasamos por la cocina en nuestra condición embozada. En ese espacio de la casa antigua había una decoración de ponqués y artilugios de fiesta, que sirvieron de heraldos al buen momento que íbamos a pasar. Crecía el rumor de voces femeninas y el bullicio de las risas y en nosotros aumentaba la expectativa del encuentro con las bellas damas. 

Entonces desembocamos en la sala. Sentadas con coronas de juego, identificadas con letras de piñata las seis señoras que ese día cumplían años, ellas nos recibieron con una algarabía de gratitud y un saludo de agrado que se prodigó en sonrisas y abrazos, mientras nos estrechábamos las manos y nos lanzábamos piropos mutuos que engalanaron el lugar de un halago común y sincero. 

Así, a primera vista y mientras ellas lanzaban al espacio por donde ya circulaba una copa de vino el secreto de sus edades, calculamos que estábamos, en suma y a vuelo de pájaro, frente a diez siglos de venturas de vida. Todas habían sido convocadas por la organización YWCA Colombia, capítulo de mujeres cuyo nombre se acompasa con la que hizo famosa una canción del grupo norteamericano Village People y que tenía un ritmo apto para conmocionar a los inanimados. 

Era una celebración de la vida. De los onomásticos de algunas integrantes –entre ellas una delicada señora que nos miraba con pasmo y dulzura desde sus ojos profundos y a quien se le adelantaba el próximo cumplimiento de 101 años.  Gala de la certidumbre inequívoca que la vejez no riñe con la alegría. 

Sentados en un sofá habilitado como escenario, fue Germán quien descubrió su guitarra. Comenzó por cantar el “Happy Birthday” seis veces, uno para cada una de las homenajeadas a las que, con sinceridad lírica, se les deseó que los cumplieran felices hasta un año que ciframos en 10.000. Luego cantó “A mis amigos”, de Alberto Cortéz, con la intención amable que la letra cambiara de género y se adaptara al entorno. Y procedió a presentar a Jairo como un amante y cantor del tango –la que es, en realidad, solo una de sus cualidades musicales. El caleño tomó la guitarra y procedió a dar fe de tan encomioso introito. 

Germán, que además de poseer el título del mejor amigo, siempre dispensa a raudales el don de su generosidad, dijo de mí unas palabras tan laudatorias que me causaron estupor y puso la guitarra en mis manos con sibilino movimiento. Yo preferí salirme por la tangente y me levanté a recitar y luego a sacar a bailar a las señoras, mientras sonaba en el celular, por la vía de Spotify, “Tolú”, de Lucho Bermúdez, melodía suprema en la que todas nos consideramos expertas con suficiencia etaria. 

La irrupción del ponqué apaciguó el jolgorio que amenazaba extenderse a los porros y las cumbias. Se requirió la valentía de apagar unas velas que amenazaban ser incólumes al soplo, pero que finiquitaron ante la fuerza pulmonar de las señoras. El encuentro derivó en una distensión feliz, que se multiplicó en charlas, matizadas por el testimonio que brindábamos los tres varones levemente menores en edad de poder concretar semejante fortuna. 

A mí me llevaba de la mano el espíritu de mi mamá. El año y un poco más de seis meses que pasé cuidándola hasta que, luego de cumplir 98 años, trascendió la gesta maravillosa que fue su vida, significaron un regalo que la providencia me tenía reservado. Lo que mi madre me enseñó en el tránsito de la autonomía señorial a la dependencia inflexible –el que hubiera podido convertirme en su padre, por ejemplo, flanqueando la lucidez de su mente que caminaba junto las imposibilidades de su cuerpo–, me dio una visión de la vejez, de ese otro ser que se levanta o se duerme ante nosotros cuando pasamos de cierta edad. La vejez que nos llegará a todos, la misma que pronto será la mía… 

Con mi madre entendí muchas crueldades con las que la sociedad castiga a los adultos mayores, pero también pude vivir las bienaventuranzas que significaron presencias y ayudas y afectos, compañías, que le dispensaron un cúmulo de personas como enviadas por el Dios al que no cesó de rezar hasta las postrimerías, preparación bendita para hablarle el resto de la eternidad. 

Se comenzó a hacer tarde y el cielo iba tornándose ceniciento, desgajando noticias de llovizna. Ellas tenían que regresar a sus lugares de vivienda, la mayor parte de los cuales quedaban en los barrios que albergan los cerros y a los que querían llegar, la mayoría, caminando como en un ejercicio de salud propio de la infantería. 

Nos abrazamos y nos hicimos promesas de reencuentro, luego de una jornada fotográfica que levantó el baremo de nuestros orgullos. Ana Lucía dijo que nos había traído para que cantáramos y habíamos terminado en una sesión de modelaje. Al salir y mientras la abrazaba con cariño, una de ellas estableció desde el cuartel de su memoria que había entendido mi efugio musical. “Me quedó debiendo la canción”, dijo. 

Hay tantas personas a quienes quisiera dar las gracias por habernos brindado esa oportunidad de redención. Pero voy a centrarlas, ya que he establecido la responsabilidad de Ana Lucía, en Cecilia de Pachón, socia fundadora y vicepresidenta nacional de la Asociación Cristiana Femenina – YWCA. Espero las irradie a todas las colaboradoras que tanto hicieron porque esa tarde se tornara inolvidable y jubilosa y tres amigos entonaran con esas bellas damas la invencible canción de la esperanza, cuyos instrumentos sinfónicos no son otros que la presencia y la compañía.