26 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Amar lo malo – 2

carlos alberto

Por Carlos Alberto Ospina M.

Se podría afirmar, sin temor a equívocos, que Cristina no conoce la espontaneidad de una sonrisa. Desde el vientre de su madre ha sido víctima del maltrato, la confusión, el abandono y la falta de consideración, comenzando por los padres biológicos que la “regalaron” a una familia, apenas si salía de la primera amamantada. 

Nunca se ha dado el gusto de comer y beber algo diferente a la amargura. No conoce las manos dóciles ni las espontáneas caricias que dejan recuerdos imborrables en el corazón. El suyo, su ánimo, está tejido con el hilo del agravio que marca cicatrices en cada guarida del alma. 

No se trata de mal fario. Ella tuvo los dos pies en el lugar que las fuerzas desconocidas, y las cercanas, la pusieron para determinado fin. Cuando el miliciano la esclavizó era una niña de trece años que dormía en cualquier rincón. El único recurso que, poseyó en su joven despertar, fue ponerse los hierros del ultraje. Nadie nace para sufrir, así las condiciones sean hostiles. 

En una jornada de arrebato, la suegra, matrona de conducta moral reprochable, vendió los ladrillos que, Cristina, tenía embodegados para construir un rancho. Con el marido condenado a veinticinco años de cárcel y rota la relación con la despiadada pariente, de una vez para siempre se desprendió de ese dolor.  

Con diez y ocho años de edad, sin cédula ni experiencia alguna, afianzó su destino en las tierras bananeras de Urabá.  “Allá me sentía protegida. Si él me amenazaba con matarme, yo ya tenía quién me defendiera. Hice amistades que me ayudaron mucho con los niños. Allí, Alejandro, mi hijo mayor, hizo el bachillerato que le sirvió para un culo, porque se descarrió y terminó siendo un bandido”, apuntó apretando las manos como quien ensaya paliar la aflicción. 

La primera década “libre” finalizó en la avenida Oriental de Medellín, de un momento a otro, tres individuos la subieron a un taxi, la obligaron a permanecer callada y le vendaron los ojos. Ella, aún no encuentra explicación a su acto imprudente de lanzarse del vehículo en movimiento; al acabo y al fin, estaba acostumbrada a los golpes letales de la vida. 

“Blanco es y gallina lo pone, y frito se come, dicen por ahí.  El papá de mis hijos me había mandado a matar. Le monté una demanda en la fiscalía por intento de homicidio y secuestro. Allí me dijo que, si me quería matar, lo haría, que eso fue una equivocación. Imagínese, la fiscal, se colocó de lado de él. ‘Eso es verdad, doña Cristina, si él quiere la mata’, me dijo esa gonorrea de vieja. Por eso, no creo en la justicia. Las cosas se quedaron así”. Hasta cierto punto resopló de coraje a consecuencia de la frustrada denuncia. 

Ahí es nada. Cambió los garfios del exmarido por el puñal de un anónimo. “Lo conocí en una fiesta por los lados del barrio Buenos Aires. Con él viví cerca de dos años. Un día me persiguió por toda la casa con un cuchillo. Salí corriendo y nunca más lo volví a ver. También me robó cinco millones que había ahorrado”. Entonces, Cristina, dejó caer la mirada sin sensación de esperanza. 

A duras penas logró estudiar y pasar el curso de vigilante. El naciente oficio quedó a mitad de camino a causa de la agresión física de una cliente neurótica que le pegó una cachetada. “El Jefe me ordenó recoger un mercado abandonado. De repente, sentí un porrazo y vi a una señora, como loca, insultándome porque me había llevado el carrito. Doy gracias a Dios que me controlé, sino la hubiera agarrado por las mechas a esa vieja. La gerente del almacén no escuchó mi explicación ni vio el video, simplemente, pidió que me echaran. Llevo varios meses desempleada por esa injusticia”. Cristina, hoy en día espera conseguir trabajo, “aunque sea sirviendo tintos o limpiando sanitarios”.  

Es indudable que, para el caso de esta mujer, quebrar la soga por lo más delgado representa el estigma de su existencia. “Aprendí a amar tanto lo malo que no sé distinguir lo bueno que me ocurre”, volvió a repetir en tono de escalera de desahogo.  

Dos hijos inútiles, uno de ellos, delincuente y el otro, holgazán; una pareja abusadora y el tercero asesino en potencia; la madre desnaturalizada y una suegra retorcida; una cliente inestable emocionalmente y varias propuestas indecentes; en pocas palabras, Cristina, merece en algún instante pellizcar la felicidad.