6 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La ciudad ante la irresponsabilidad política

Dario Ruiz

Por Darío Ruiz Gómez 

Al ir despertando de la larga noche de lo que supuso y seguirán suponiendo las secuelas de la pandemia del Coronavirus, vamos detectando en primer lugar lo que al pensar en las ciudades nunca se había tenido en cuenta: el estado mental de cada uno de sus habitantes, niños, gente madura, ancianos, ante el hecho de lo que implica la enfermedad como castigo mediante la cual comprobamos que lo que retóricamente llamábamos tejido social no es sólo la existencia de calles, de físicos espacios para una determinada movilidad sino que el tejido social se refiere a esos lazos de afectos, a la presencia necesaria de la amistad, y que la seguridad no es un problema de mayor vigilancia policíaca sino de confianza hacia los otros, hacia quien se cruza con nosotros en la calle.

El aislamiento ha puesto de presente la crisis en las relaciones personales demostrando que decir ciudadanos(as) no es una abstracción teórica, sino la contundente constatación de que los desvalidos que duermen a la intemperie, los niños que miran la ciudad desde las cárceles establecidas por la delincuencia para delimitar a capricho “sus territorios”, son seres humanos ya que se suicidan, que caen en la locura, en su negativa a caer en la evasión que supondrían el alcohol, la droga,  mediante las cuales desaparece la última capacidad de resistencia personal y se cae en manos de los nuevos traficantes de esclavos.

Ya lo sabemos: la escandalosa ola de suicidios de niños y de adolescentes y la deserción estudiantil no solo obedecen a la falta de maestros(as), a las pésimas condiciones en que se encuentran escuelas y colegios, a la desgraciada frecuencia de la corrupción en lo referente a la alimentación, sino a que cada uno de los seres llamados humanos ha podido medir la dimensión extravagante de su soledad.

Lo que se denomina el miedo no lo es ante los agresores capaces de matar un niño porque se quedó dormido en un bus y cruzó unas barreras invisibles, sino por ese vacío existencial donde la muerte carece del lenitivo de la compasión, de la respuesta de lo sagrado.

Lo exterior no es la invitación al intercambio social sino la presencia de aquello que nos repele.

De este modo tenemos que pensar en las racionalidades que debe marcar el transporte como una lógica utilización del tiempo, pues un colapso en la movilidad vial – y esta ciudad es un solo colapso- supone un desastre  en la vida de un ser humano.

Medellín o lo que quedaba de aquella ciudad en la memoria de las gentes ya no existe, porque las ciudadanas(os) que sufren la afrenta de un colapso vial: nervios crispados, la imposibilidad de cumplir una cita, el desasosiego, no cuentan con el alivio del reposo. Y es este un calculado proyecto de desgobierno que como en el caso de Medellín nace de algo inaudito en la historia de las ciudades: el intento de destrucción de la ciudad a manos de un Alcalde y sus compinches que repudiados por la comunidad están tratando de arrasarla física e institucionalmente bajo la mirada indiferente de la Justicia encargada de velar supuestamente por la salud mental y física de la ciudadanía, por su felicidad.

“Sin una ciudadanía siempre alerta ante los posibles desmanes de sus representantes – señala Agapito Maestre- no tienen sentido ninguna de las instituciones gubernamentales”.

Aquí entonces lo que sobra es ese peso muerto de la política de los políticos corruptos y lo que se espera es una alcaldía nacida de esta condena contra los falsos representantes de las comunidades.