26 junio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

España en el corazón (II) 

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Podría comenzar contando el argumento embellecido, una sinopsis colegial de la historia en la que la española Rocío Dúrcal es Mercedes, una chica que vive y trabaja en Madrid, y el mexicano Enrique Guzmán es Tony, que allá estudia y acaba de comenzar las vacaciones de verano. Y referir de cómo ambos son contratados para acompañar a una anciana que debe viajar a las Islas Canarias (“siete las Islas Canarias y siete las maravillas, delante del mar eterno os adoro de rodillas”), canción de tuna que ambos entonarían en la película. 

Sí, las películas. El ánima materna que nos depositó a España en el corazón mediante una profusión maravillosa de cuplés, pasodobles y los devaneos vocales e instrumentales de la zarzuela, se infló como un globo de feria cuando comenzamos a asistir al cine. 

Aquí es importante derivar el camino para referir dos situaciones que caracterizaron el complemento pedagógico, que tenía la alegría como esencia, factor que debería acompañar siempre a la educación y facilitaría desterrar para siempre las caras largas de los aprendices. 

La primera es que el pénsum de la escuela musical de nuestra madre, que marcó un énfasis en las tonadas españolas, comprendió otras materias de formación básica, muy pocas optativas y, a decir verdad, la mayoría no obligatorias sino absolutamente vocacionales para dirigirnos a un trabajo de titulación que, por fortuna, todavía no ha terminado. Así que oímos “Tango I, II y III”, “Boleros intensivos”, “Ranchera básica” y “Música colombiana con énfasis en pasillos, bambucos, cumbias y porros”, con prácticas externas para estos dos últimos aires, definitivamente más movidos y con compromiso de cadera. 

La lista de profesores es larga y todos ellos ejercieron sobre mi hermana y sobre mí un magisterio de asombro y gusto por la música, que ojalá fueran la secuela feliz de muchos pedagogos para sus materias. Entre ellos y con ellas: Carlos Gardel, Leo Marini, Chucho Avellaneda, Hugo Romani, Lucho Gatica, Los Panchos, Javier Solís, Pedro Infante, Chavela Vargas –con su interpretación raizal de “La llorona”, acompañada por la guitarra sublime de Antonio Bribiesca–, todo “Tolú” de Lucho Bermúdez y completa “Boquita Salá”, de Pacho Galán. Agréguense los dúos, es decir, Silva y Villalba y Garzón y Collazos. Y había un grupo especial de mujeres que cantaban como deidades, entre ellas, Libertad Lamarque, Ada Falcón, Susy Leyva, Tita Merello (“Se dice de mí”), María Helena Sandoval (“Cataclismo”) y Estelita del Llano, con esa sensual entonación de “Tú sabes que te quiero”. Y qué decir de las interpretaciones de la mexicana Toña la Negra, cuando removía sentimientos con canciones como “Cenizas” y esa lindeza llamada “Y sin embargo, te quiero”.  

En segundo lugar, el paso a las películas lo facilitó el privilegio de vecindad con el centro de Bogotá. Bastaba subir hacia la Carrera Séptima (antigua Calle Real) por las calles 24, 23 o 22 y quedaba uno en la wonderland del cine: teatros El Cid, Olympia, Ópera y Tequendama; México y Metro y el entonces Colombia, el Embajador, el Faenza y el Mogador. Y más allá el Lido, en el Parque Santander. Y hacia el norte, el Metro Teusaquillo de la Calle 34, el Radio City y el Palermo, para ir a los cuales también servían las piernas. El Metro Riviera, Cinelandia y el Escala de la Calle 72 obligaban a tomar el bus en la Avenida Caracas. ¿Olvido alguno? 

Mi madre nos llevaba al matinal de los domingos a las 11 de la mañana, y yo aprovechaba para cambiar cuentos o monitas de los álbumes de moda. Recuerdo uno absolutamente preciosista de Simón Bolívar y otro de estrellas del cine, en el que todas las mujeres eran hermosas, pero no tanto como la española Carmen Sevilla que parecía emanada de un universo distinto. La función dominical también servía para chupar Bonfruit lentamente y degustar durante lo que duraba la película su interior de caramelo celeste. Podía complementarse con las Colombinas Charms o las chupetas de chocolate de Ítalo. Y los días de quincena visitábamos por las tardes al Cyrano de la calle 22 con Carrera 16, para fundirnos del gusto probando un triángulo de chocolate o un Biarritz o un pastel gloria de la pastelería del mismo nombre. Con café con leche, por supuesto. 

Delicioso pasado de azúcar personal que con el transcurrir del tiempo se convertiría en maldición colectiva y trascendería en una teología de prevenciones. 

Pero así de simples y sencillos eran los regalos que nos hacían felices. 

Creo que vimos “Acompáñame”, protagonizada por Rocío Dúrcal (22 años) y Enrique Guzmán (un año mayor que ella) –una película de Luis César Amadori estrenada en 1966–, en la amplia sala del teatro El Cid. En la que, a decir verdad, la pantalla con su imponente telón granate quedaba más cerquita que en el Olympia, no vanamente llamado “Gran Salón Olympia”. Y la escena que recuerdo, además de las canciones pegajosas en las que participaba un grupo llamado “Los Beatles de Cádiz”, es el final. Mercedes sale a cantar “Acompáñame” y de repente y sin aviso aparece Tony para sellar ese amor a través de la melodía. Qué alegría ese encuentro, esa imagen idílica, platónica, que perduró hasta edades excesivas y hasta que la piel y el desengaño enseñaron, como escribió Gil Blas y citó Gabriel García Márquez en el epígrafe a “Crónica de una muerte anunciada”, que “la caza de amor es de altanería”. 

Las películas de Rocío Dúrcal, posteriores a las de Marisol (“La tómbola”), que era entonces la niña prodigio de la música española, alternaron con las de Raphael. Nacidos en España con un año de diferencia –1943, él, y 1944, ella–, con nombres diferentes que trasmutaron a sus apelativos artísticos, crecieron como vecinos de barrio y se encontraron muchas veces en concursos de canto, en los que brillaron con un prístino fulgor que encandelillaría al mundo durante muchos años. Inolvidables películas de Raphael son “Digan lo que digan” y “Cuando tú no estás”, en la que cuando cantó magistralmente “Yo soy aquel”, abrió en mi corazón una compuerta de sentimiento y los ojos se me aguaron para siempre en la penumbra del cine y hasta la conmovedora película más reciente, miles de rollos y muchísimos años después, que fue “Lazos de vida”. 

Las películas se aparejaron con esa bella época en la que reinaron las baladas. Recuerdo escucharlas en Radio Tequendama, presentadas por Gonzalo Ayala, una de las bonitas voces egregias de la radio colombiana, como las de Armando Plata Camacho, Julio Nieto Bernal, Otto Greiffestein y Jaime y Julio Sánchez Cristo, entre otros brillantes locutores (esto de hacer listas y menciones es peliagudo porque siempre, siempre, falta alguien y también siempre hay alguien que se encarga de recordarlo). 

Larga sería la lista de los cantantes españoles hombres y mujeres, que animaron con sus voces, sus canciones y su presencia el amor y la segura inocencia de una época en la que la bastedad no había irrumpido en la música ni magreado el sentimiento como una tiranía bizarra. Honor y gloria a las baladas y baladistas de entonces, que tenían como mecas a España, México, Argentina y Colombia, en donde protagonizaron los programas llamados “musicales” de la televisión. Las oportunidades periodísticas y la fraternidad de buenos amigos como Fernán Martínez Mahecha, D’Aldo Romano (un artista pionero y supremo con una voz de lujo), Héctor Masselli y Armín Torres me permitieron conocer y compartir con muchas estrellas, pero ese cuento es largo y emocionante y quedará para otra ocasión para que esto no adquiera textura de plastilina. 

Todo lo que he contado sobre las razones de tener a España en el corazón tiene como vena y fundamento, esencia de pura vida, el gusto y el cultivo del idioma, sin duda, el legado más contundente y agradecido de la Madre Patria. Es un tesoro que abrieron para mí las enseñanzas de mi abuela y de mi madre, metódicas en asuntos como la dicción, la pronunciación, la ortografía, la gramática y la escritura calificada y de buena letra, disciplinas todas ellas penadas hoy con un ruinoso desdén.  

Abandono este recodo de reminiscencias mientras escucho una y otra vez ese pasodoble de fantasía llamado “Suspiros de España”, compuesto en Cartagena, la española, en 1902, por Antonio Álvarez Alonso. Rememoro que la primera película que vi fue “El niño y el toro”, realizada en 1956, y en la que presencié la corrida más maravillosa del mundo, solo porque termina con el indulto de un toro llamado “Gitano” al que un niño llamado Leonardo corre a abrazar en el centro del ruedo y con el que se marcha cantando a la vida por la puerta de toriles. “Olé, el viaje de Ferdinand” es una película que revivió, sesenta y un años después, aquella historia del indulto. Podría llamarse “La niña y el toro”, porque quien le prodiga el amor a ese tierno cornúpeta se llama Nina, recreando lo que Leonardo hizo seis décadas atrás. 

“Olé, el viaje de Ferdinand” estuvo nominada al premio Óscar como mejor película de animación, no exenta de críticas, como que presentar de esa forma la naturaleza bravía del animal es una forma de manipular a los niños y convertirlos en los antitaurinos del futuro. Cómo si los dibujos animados no idealizaran a los animalitos (¿O es que las ratas tienen algún parecido con Mickey Mouse?). En todo caso, Ferdinand no ganó, entre otras razones porque compitió con “Coco” y esa película era una fuerza mayor. 

Entre “Ole” y “Olé” hay una diferencia de sangre. Pero ambas palabras y distintas acciones están en el corazón de España. La misma España que llevo en el corazón y que aquí termino de evocar para no seguir remansando tanta nostalgia.