26 junio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

España en el corazón (I) 

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

No hay una fiesta que pueda comenzar tan bien y terminar tan mal como la corrida de toros. Las plazas son majestuosas, imponentes los tendidos pintados de mujeres hermosas vestidas de colores iridiscentes, soberano el ruedo como si el sol se hubiera recostado sobre la mansa arena. El paseíllo es un espectáculo inolvidable: los toreros brillantes en la elegancia de sus trajes de ensueño y el saludo señoril con la montera; los caballos, las cuadrillas, todos caminando airosos al epicentro de la luz y al llamado de la sombra, los aplausos del público caen como una tormenta bendita, al ritmo de esos pasodobles hermosos de los que las bandas hacen interpretaciones que no son otra cosa que un trasunto del alma de España. 

Pero hasta ahí. Sale el toro. Y resultan vistosos hasta los primeros lances o pases, que llaman, donde el torero y esos 600 kilos que vibran y bufan desconcertados parecen presagiar una relación lúdica de respeto mutuo. Solo que, después, como convocada por un designio terrible, se desata la tragedia. Tan ruin, tan cruel que el fasto no la enmascara. En el tercio de varas, aparecen a caballo los picadores y hunden una pica infame en el cuerpo del animal, que comienza a sangrar. Y a sangrar. Y a sangrar. Luego irrumpen esos artilugios de tortura llamados “banderillas” y una tras otra claman al cruento final. El torero clava en el astado el estoque luctuoso, a veces con la suerte de una muerte más o menos inmediata de ese coloso en agonía torturado o con la inclemente ayuda del descabello. ¿Cómo pueden las palmas eufóricas celebrar la crueldad y la muerte? Los mulilleros arrastran al toro fuera del ruedo. Areneros barren la extensión amarilla, simplemente para no deslucir el fulgor de la tarde con el carmesí intruso de la sevicia. Otra carnicería que no presencia la plaza fervorosa destaza al muerto en lugares de espanto.   

A veces, quienes salen de la plaza son los toreros. Por la puerta grande. En hombros. Vitoreados. O hacia la enfermería o un hospital externo, luego de ser levantados en vilo por las astas del toro, en cornadas de horror que hieren el ojo y lastiman el corazón humano. 

Sangre en la arena. 

Muerte en la tarde. 

Pero estábamos en Madrid con mi hermana. Y queríamos visitar la belleza de la Plaza de Las Ventas. Llegada fácil en la línea verde No. 5 del Metro. La fachada se levanta majestuosa, marcada con la fecha en que se terminó la construcción: 1929. Ya se siente el verano bajo un sol franco con vientos fríos rezagados de la primavera. La Feria de San Isidro comenzará aquí al día siguiente. Un mes de corridas de toros. Los mejores astados, los más importantes toreros de la actualidad. Las azarosas alternativas. Un inconmensurable mundo social, cultural, comercial y económico puebla a España, aquí y más allá de esta plaza que homenajea en su entrada a “Manolete” a “Joselito”, a Juan Belmonte, y recrea en un mosaico de orgullo la gran corrida de inauguración: 17 de junio de 1931. 

Tomo una imagen de mi hermana frente al cartel vistoso. Ah, los lindos carteles de las corridas de toros que yo veía desde niño en la Plaza de Toros La Santamaría, en Bogotá. Quedaba a pasos de dónde vivíamos y adonde nuestra madre –que era entonces la secretaria de don Fermín Sanz de Santamaría, fundador de la ganadería Mondoñedo y promotor de la plaza, y que se veía más bella y elegante ataviada de ese mediodía de sol–, una vez nos llevó emperifollados a una corrida de toros (¿“El Viti”, ¿quizás?, el torero que salió 14 veces por la puerta grande de Las Ventas), que nuestra memoria extravío para siempre. 

Aquí, bajo este sol únicamente español de mayo, hemos dado la vuelta a la plaza y rehuido algo llamado “Puerta de arrastre”, el final afligido, el cierre descarnado. Después vendrán San Fermín, en Pamplona, y las ferias y las fiestas de la tauromaquia se esparcirán por las ciudades que albergan estos cosos de lujo, como la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, que yo visitaría en solitario asombro pocos días después. 

Los toros están en el alma de España. 

Y España, más que los toros, claro, están en nuestras almas desde la infancia. Veo la foto de la guapa niña que era mi hermana en una sesión solemne del jardín infantil, vestida de lagarterana (Lagartera es un pueblo de la provincia de Toledo), bailando con donaire y con la misma indumentaria que pintó Joaquín Sorolla, en su cuadro de 1912 –hoy colgado en una pared de su bella casa -museo de Madrid, que uno visita para conocer el éxtasis–, las castañuelas sonando cual melodías de caracoles y como pícara compañía del coro de la zarzuela “El huésped del sevillano”. 

¡Éramos tan niños cuando escuchamos en nuestro apartamento de modestia los aires españoles! Brotaban como espíritus de magia de los acetatos de 33 y 45 Revoluciones por Minuto, efluvios de un mundo lejano e ignoto extraídos por esa minúscula proveedora de encantos que era la aguja del tocadiscos de la radiola. 

Y en sus melodías, los suspiros de España. 

Tengo grabada en los ojos la imagen de Sara Montiel. Apoyada en una columna, toda su hermosura ataviada en un vestido verde, la mantilla sobre sus hombros la dota de un garbo insolente. Y sosteniendo en sus manos delicadas, la cesta de las violetas (mucho tiempo después, en 1974, Cecilia, una cantautora española con voz de ángel, grabaría “Un ramito de violetas”, la más conocida de las lindas canciones que compondría en su injustamente corta vida). Sara, casi siempre llamada Sarita Montiel, interpretaba los temas de la película “La violetera”, que ella había protagonizado bajo la dirección del prolífico Luis César Amadori. Y yo no sabía nada de eso. Pero escuchaba y escuchaba, intentando que el brazo del tocadiscos no alcanzara jamás el final del último surco. 

Y estaba también “La leyenda del beso”. Y otra vez, ¡qué terquedad la del corazón!, el amor desolado, contrariado, penoso como el de Soledad y Fernando en “La violetera”. Era la zarzuela de Soutullo y Vert, sus compositores, y a mí me hechizaba desde la obertura. En 1982 y sobre una melodía de intermezzo de “La leyenda del beso” que más bella no puede ser, Mocedades grabó “Amor de hombre” y ya estás haciéndome sufrir, una vez más… 

Mi mamá Aracely, que era una danzarina suprema y tenía una voz entonada, nos enseñó a bailar pasodoble. Así que repetimos hasta la saciedad la pedagogía de las vueltas y los pasos para que “Pasodoble te quiero” no quedara chucu chucu. Cantaba Juan Legido, con “Los churumbeles de España”. Y no dele simplemente vueltas a “El gitano señorón” y a “El beso”, y yo prendado con la historia de “La zarzamora”, que al pasar muchos años y cuando el mundo sería otro mundo, escucharía en la voz de “La Faraona” Lola Flores o en un acto sin emulación mortal de Isabel Pantoja. 

Cómo fueron de bellos esos tiempos. Cómo paliaron la ausencia de nuestro padre y las dificultades económicas que sorteó mi madre como una cruzada. Guerrera hasta la muerte. Pero claro, eran otros tiempos. No existía Google para saberlo todo. Y, sin embargo, hay días en que me despierto tarareando “La violetera” y pienso que ya sé por qué bauticé a mi hija Sara y que no todo fue por la esposa de Abraham. La carátula del disco fue el primer beso que yo vi en mi vida y sigo quitándome un sombrero de caballero antiguo ante los coros de la Radio Nacional de España y la Orquesta de Cámara de Madrid que entonces pergeñaron esa leyenda. Ya no se escucha “Pasodoble te quiero” en las fiestas, apabulladas todas por la pata grosera y monótona del reguetón. Pero como las figuritas de una caja de música, llevo aparejada en mi mente a la dama que me enseñó a bailar. Veo a mi hermana, niña, vestida de lagartera danzando al compás de sus castañuelas. Y con los flamencos del Colmao, ¡lo juro por Dios!, todavía sigo empestillao en saber del querer desgraciao que embrujó a La Zarzamora. (Opinión).

(Segunda parte el miércoles 5 de junio de 2024).