No pasa un día sin que los colombianos podamos vanagloriarnos de la riqueza o supremacía que tenemos en materia cultural, en recursos naturales, en biodiversidad, en deportes, en envidiable posición geográfica, en fin, en casi todos los aspectos que hacen grande a un país.
Sin embargo, pese a esos importantes haberes, Colombia se diluye todos los días más y más en una estéril polarización que la tiene dividida en dos facciones irreconciliables, cada una de las cuales aspira a desaparecer a la otra para hacer imperar, así sea a la fuerza, sus particulares convicciones.
Esa envidiable riqueza de nada le ha servido a Colombia, especialmente en los últimos veinte años, lapso que ha sido dilapidado en forma irresponsable por su dirigencia, autora de una serie de comportamientos y decisiones que no se corresponden con tanta grandeza, tanto desde la clase empresarial como de la política.
Sobre todo ésta última ha demostrado una carencia absoluta de verdaderos líderes preocupados por el bienestar general de sus conciudadanos, que antepongan los intereses generales a sus apetencias personales y a las de sus socios y áulicos.(Lea la columna).
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