2 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El Jodario: Clarice Linspector

 

Por Gustavo Alvarez Gardeazábal (foto)

Ahora que han nombrado un colombiano, javeriano, ministro de educación del régimen ultrasónico de Bolsonaro, he pensado en cuanto podría sufrir donde estuviera viva Clarice Linspector, la gran escritora brasilera a quien el paso de los años ha ido consagrando como el ícono literario de su país, viendo el espectáculo de adoctrinamiento al que someterán a  los estudiantes del Brasil. Qué vértigo la atraparía a ella que solo era libertad y búsqueda de las puertas desconocidas.

En 1974, en uno de los tantos actos de atrevimiento que he tenido en mi vida, invité a Cali a la Universidad del Valle, a Clarice Linspector. Pidió que la acompañaran Ligia Fagundes Telles y el uruguayo Antonio Di Bennedetto y desde cuando los recibí, una madrugada en el aeropuerto, y le vi su cara de bruja radiante supe que iba a opacar a los otros invitados que había traído para el Congreso de Literatura Hispanoamericana, como a Vargas Llosa o a don Agustín Yañes, el ministro de educación mexicano, autor de la inolvidable novela “Al Filo del Agua”. Ya Clarice vivía en trance pero cuando abría su boca solo decía genialidades, las mismas que ahora han rescatado brasileros, mexicanos y argentinos arrepentidos de solo haber visto las formas de comportamiento de esa judía ucraniana que desde los tres meses de nacida ya vivía en su Brasil del alma.

Cuando estuvo en Cali hizo el show. Tuve que rescatarla de la Iglesia de San Francisco, donde estaba fumando marihuana. De un bar de mala muerte de San Nicolás me ayudó a liberarla el Octavio Paz caleño y después a pagar en el hotel todos los espejos de la habitación que en uno de sus ataques demoníacos quebró. Recordarla y volverla a leer nos hace sentir la eternidad de un país que se acerca enloquecido a otro piso del infierno que Dante describiera en su Divina Comedia.

La moral del dinero

Para los países en donde por siglos se mantuvo el poder e influencia de la Iglesia Católica, las reformas generadas por el Concilio Vaticano significaron un fenómeno traumático y con consecuencias que todavía no sabemos hasta dónde vayan a llegar y si continuarán contagiando a otros pueblos y culturas. Fue sencillo. El Concilio suprimió el latín, volteó los curas a celebrar la misa, les quitó la sotana y le arrebató el boato misterioso al culto. Al poco tiempo la moral del pecado sobre la cual se construyó este país, fue cambiada por la moral del dinero. Por supuesto, acababa de aparecer otro fenómeno paralelo, el narcotráfico.

Probablemente la moral del dinero siempre existió pero nunca había sido tan apabullante y los dueños del poder económico se guardaban de disimularlo. Pero por estos días, cuando el señor Trump, ejerciendo la presidencia del país presuntamente más rico del mundo, y quien blandiendo la moralidad como herramienta ha sido el policía universal, ha considerado que no puede sancionar a Arabia Saudí y a su príncipe heredero por haber participado en el asesinato del periodista Kashogui en el consulado de Estambul esgrimiendo, sin vergüenza alguna, la disculpa de que los árabes son muy ricos y tienen muchas inversiones y negocios con los Estados Unidos, no hay duda que la moral del dinero se impuso y el pecado es un concepto a desaparecer.

De nada sirve ya que el Dalai Lama o el papa existan o que los mulás y el patriarca de Moscú hablen de la moral del pecado. Ante un crimen como el de los árabes, apenas si musitan y el vértigo de la modernidad se traga sus palabras. El mundo gira cada vez más regido en todos sus actos por el dinero. Quien lo tiene progresa y se siente protegido por él. Quienes no lo tienen seguirán llenando las cárceles de Estados Unidos.