2 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

De la autocensura o cuando rebelarse salva vidas

@eljodario

Por Jáiber Ladino Guapacha

Una de las frases más socorridas para acercar a la espiritualidad de Juan de la Cruz es aquella de que al final de nuestras vidas seremos juzgados en cuanto al amor. Como todo lo que puede escribir un poeta, y más si se trata de un místico es exacerbado: es una apuesta por la locura. Sin embargo, él, exégeta del Cantar de los cantares, había comprendido bien que cuando su Amado resumió la Ley hebraica en amar a Dios y al prójimo, incluso más de lo que se ama uno mismo, la sentencia de su amiga, la monja andariega, podría ser un lema de vida: Ama y haz lo que quieras.

El amor es un exceso, los místicos lo saben y en lugar de prevenirlo, lo que hacen es encender la pira, alimentarlo cuando parece entibiarse y las pavesas caen en los rostros de quienes asisten temerosos. Al final de esa biblioteca que los cristianos han leído hasta la ceguera sin entenderla muy bien, entre las epístolas, está la de un Juan que asegura: en el amor no hay temor. 

Todo este recorrido palpita en mi cabeza después de terminar la lectura ininterrumpida de Los sordos ya no hablan de Gustavo Álvarez Gardeazábal. ¿Acaso hay otro combustible pueda mover a este hombre sino es el del amor?

Quiero señalar esa clave de lectura en dos momentos. En el primero, quiero destacar el uso de la palabra en Gardeazábal como un reclamo del que ama. En el segundo, centrado ya en la novela, quiero señalar la interpelación que hace de los hechos trágicos de Armero, al menos en la perspectiva de los personajes, como una dañina observancia de la norma cuando se precisó de tomar la iniciativa y colocarse por encima del protocolo.

Un hombre que es su palabra 

Es Gustavo el mejor ejemplo de la autonomía literaria en el país: conocedor de todas las ideologías no tiene matrícula en ninguna. Amigo de sacerdotes, benefactor de religiosas, renunció al rebaño y advierte los precipicios a los que se acercan los pastores entretenidos en vanidades. Inmaculado frente a la pintura partidista, tiene consejos para izquierda y regaños para derecha: el bienestar del país está por encima de la conveniencia electorera. Generoso en sus apuestas como lector, reconoce los méritos literarios de su generación y de las generaciones posteriores, sin que eso implique la creación de mafias al servicio de empresas editoriales.

La autonomía en pasta: no precisa el visto bueno de líderes políticos ni religiosos, no necesita el imprimatur de agentes editoriales, ni la indexación de la crítica. El hombre escribe y publica porque sabe contar una historia. Y eso agradecemos sus lectores: al abrir el libro su voz es la misma de la radio, igual a la que tiene para con sus visitantes en el Porce o en algún pasillo. Voz agradable para el chiste y desafiante cuando de decir verdades se trata. Gardeazábal se ha creado así mismo con tanto cincel, con tanto esmero, que aunque se le confinara por cualquier nuevo virus, aunque los algoritmos y la inteligencia artificial reconozcan su rúbrica y limiten su espacio en el inagotable mundo del hipervínculo, aún si la crítica y la academia esquiva su nombre y sus obras en los programas de estudio, y si los dictadorzuelos de provincia sabotean sus eventos, aun cuando en su cuerpo la enfermedad intenta aquietarlo, el maestro escapa y habla, desafía y moviliza.

¿Describo un fenómeno o me estoy permitiendo un héroe romántico? Si alguien cree que exagero puede leer mi texto en clave opuesta: donde yo celebro, imagine la derrota, si lo quiere ver como un fracasado, realice las pesquisas para afirmar su posición y verá que no son tan esquivas. Desde hace rato, a ese tulueño se le ama o se le odia, no queda otra opción.

En algún momento su nombre se sentará a la mesa y será inevitable reírse a carcajadas por la ebriedad, meditar la desazón de la catástrofe que lee él en el golpeteo contra el vidrio de la ventana o levantarse incómodo por el exceso de filtro en la pose que él acaba de delatar.

El amor telúrico 

Cuando el peso de ser uno mismo contra las intrigas de la cotidianidad, podría secar las entrañas, entender la imaginación de Gardeazábal como otra forma de la solidaridad, es la clave para leer al autor/amante de Los sordos ya no hablan.

El “Divino” tulueño ama al país. Recoger sus empresas como profesor, concejal, alcalde, gobernador y periodista, nos daría el balance de un hombre de acción. Su escritura diáfana, ágil, coloquial, informada -tan parecida a su conversación-, trasciende el análisis y se convierte en soluciones. Cuando algunos autores han diagnosticado males, Gardeazabal ha rajado, extirpado, suturado y quitado los puntos.

Quizá por eso, treinta años después de escrita y cinco años más del trágico noviembre del 85, pienso con desazón y nostalgia que el autor ha sido un amante no atendido, un profeta no escuchado. No tiene por qué ser él la encarnación del mesías anhelado, ni el enmascarado que a la luz de la batiseñal tenga que abandonar El Porce para atrapar ese exceso de pasión humana que deriva en monstruo.

¿No será que para corresponder al amor de Gardeazábal tan solo es necesario emprender, actuar, iniciar? Quizá este profeta exquisito, tanto en las viandas como en los amantes, espera que salvemos esta Nínive, el roto país, no con la tacañería y el ayuno, sino con la generosidad y la solidaridad. El miedo apoca, el temor del ridículo frena. De nada vale el acervo bibliográfico si a la interpretación de los signos, la aplaza el placer en la hamaca, la reunión diocesana. El lodo petrificado por los años, así como la sangre fresca de las recientes masacres, exigen reparación. No es necesaria una maldición para destruir veinticinco mil vidas, suficiente la comodidad de la autocensura: “Tengo miedo, mucho miedo y sabes que con miedo no sé hacer nada, sino dormir”.

*JAIBER LADINO GUAPACHA

Licenciado en Educación UTP, Master de la misma universidad, profesor del Colegio Miracampos, Quinchía, Risaralda

otrosarmiento@gmailcom