26 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Ambiguo elogio del diccionario

Oscar Dominguez

Por Oscar Domínguez G.  

Poquitos, pero los hay que leen el diccionario como si fuera una novela. ¿Sus nombres? Sí los sé y si los digo: el maestro Juan Gossaín, quien se repone de sus quebrantos, y el hispano-alemán, Ricardo Bada. Ven un diccionario nuevo y se le tiran en plancha para devorarlo de la a hasta la zeta. Como si fuera una novela porno. O de detectives. 

Como las mujeres fatales, los diccionarios solo dicen la verdad a medias. No lo cuentan todo. Dejan mucho a la imaginación. Allí radica buena parte de su encanto. Y desencanto. Inevitable la relación amor-odio que nos une al directorio telefónico de las palabras. 

Hay diccionarios que hacen hasta lo imposible por ocultar el significado de las voces. Pero son necesarios para quienes nos ganamos el pan con el sudor de las teclas, como el viento al pájaro o el pañuelo a la lágrima. Dime que diccionario usas y te diré quién eres. O qué gramática usas. 

Conviene tener nuestra propia batería de diccionarios: el significado que escode el uno, lo revela el otro. Entre todas las acepciones se  va armando la colcha de retazos del significado preciso.  

Con frecuencia, desconcierta ese librito que nadie regala. Un ejemplo por ejemplo: la palabra amor – que tiene  miles y  miles de entradas en papá Google- tal como la define el www.rae.es  no provoca ni veniales. No llega a ningún Pereira. Se queda a mitad de camino. Cualquier bolero le da sopa y seco al DRAE a la hora de definir el amor. 

Tampoco se le pueden pedir peras al olmo: ¿Cómo exigirle al más encopetado diccionario  la definición exacta de aquel adjetivo que utilizaron Borges o Gabo en equis ficción? El filósofo Perogrullo diría que todo depende del contexto. 

Las palabras, nacen, crecen, se reproducen y no mueren. Se van a vivir en el diccionario donde hay que consultarlas, así nos defrauden las definiciones de los rostros de madera de la Academia de la luenga Lengua. 

Menos mal uno aprende el idioma sin diccionario. El entorno va acomodando vocales y consonantes en nuestro disco duro. En toda vocal o consonante está el ADN de la mamá, el papá, la maestra, el amigo, que nos inoculó el virus del alfabeto. 

Tomadas de la mano como los niños de prekinder, las letras van formando palabras, palabras, palabras. Y éstas, los libros que iremos consumiendo. Nacemos con los polvos y libros contados. Si Dios existe (¿¡) solo deberíamos morir cuando hayamos terminado de leer los libros que nos esperan. 

Con ciertos voquibles sucede lo mismo que con los dictados que vienen de Roma, a lomo de teología: Si la Iglesia va por un lado, los fieles van por otro. Al final, el hombre de a pie ganará la batalla a los rostros de madera de la Academia que acogerán esa palabreja a la que se resistían como una novia exvirgen. 

Porque la voz del pueblo no solo es la voz de Dios. También es la voz de los diccionarios, su materia prima. 

Poquitos, pero los hay que leen el diccionario como si fuera una novela. 

Todo nuevo diccionario tiene el encanto del juguete de navidad que utilizamos hasta volverlo inservible. Pero así como el asesino regresa a la escena del crimen, terminamos regresando a los clásicos, como el “pequeño” Larousse. O el de la Real Academia cuya dirección en Internet nos lleva directo al Panhispánico de Dudas. Que a veces siembra dudas, en vez de despejarlas. Bueno, es su oficio, como el de Dios es perdonar (Heine). 

Recomiendo el Clave, que incluye ejemplos para toda palabra. Tiene prólogo de García Márquez: www.clave.librosvivos.net/ 

Hay otra herramienta y también está a un clic. Se trata del Manual del Español Urgente, utilizada por los periodistas de la agencia Efe. Disponible en librerías.  Y en la red: www.fundeu.es Hay más maná sobre el idioma en www.elcastellano.org/noticias/  

Sea como sea, estamos condenados a la deliciosa feliz cadena perpetua del diccionario.