Por Carlos Alberto Ospina M.
El libre albedrío para escoger el instrumento, el tipo de plataforma digital y el modo de relacionarse con el entorno, cada día depende menos de la potestad de los medios masivos de comunicación. A pesar de los obstáculos implementados por diversos regímenes nada impide el acceso a la transferencia de datos, la investigación sobre un hecho puntual o la divulgación de una nota de cualquier hijo de vecino. Hoy, es difícil la subordinación absoluta y la inspección previa por parte de alguno de los tres poderes del Estado.
El siglo de la ilustración (XVII) marcó la importancia del Cuarto Poder en referencia directa a la prensa. Si bien en aquella época consistía en una representación ante la Cámara de los Comunes del Reino Unido, siendo otro escaño más en el Parlamento británico, desde entonces comenzó a gestarse la relación umbilical entre las diferentes configuraciones de las ramas del poder y la información. Emperadores y déspotas, pasando por defensores del liberalismo doctrinario e hipotéticos progresistas, han perfeccionado la idea de vigilar la libertad de prensa con la causa aparente de “trazar democráticas reflexiones”. En el fondo, no existe la buena fe de poner a disposición todo tipo de conocimiento, tan solo se busca fiscalizar los flujos y las maneras de decir las cosas de acuerdo con el interés particular del conveniente verificador.
En las épocas heroicas del periodismo y en el actual momento de crisis mediática, los propietarios de los medios públicos y privados han caído en la zona de confort de, aún creerse, dueños de la verdad revelada. Innegables portavoces, intencionalmente, borran la obligatoria separación de los mensajes de carácter económico, político, promocional e institucional; en contraposición a la actividad profesional u obligación moral de salvaguardar el interés general. La visión parcial de un suceso rompe con los principios éticos y la función social de los mencionados medios masivos.
De acá para allá, la importancia capital de hacerse a un lado en el tiempo en que el periodista asume compromisos para el manejo de imagen, el acompañamiento a campañas electorales o la asesoría respecto al riesgo reputacional de un determinado personaje. El redactor falla a la certeza moral, a las normas mínimas de conducta y a las verdades fundamentales en el ejercicio cotidiano; cuando se transforma en una herramienta para vender humo, manipular las audiencias o caer de golpe en el agujero negro de los mercaderes de la información.
Es preciso aclarar, el loable objetivo de emprender la creación de un dispositivo de transmisión autónomo aparte de la industria tradicional; y la relación distintiva que debe existir entre los medios y ciertos poderes. Creerse uno más de estos últimos, no solo es pretencioso e irreal a la luz de varias Constituciones democráticas, sino que va en dirección opuesta a las nuevas tendencias tecnológicas y a la abundancia de datos.
Buscar el protagonismo por medio de la invención, la vanidad desmedida u obediencia al statu quo; de por sí, ampara los procedimientos rudimentarios, los métodos tendenciosos y la manera desacertada de dar a conocer la realidad.
Por eso, hay un axioma simple acerca de someterse a un tipo de poder que lleva a disipar la visión integral de los hechos, la credibilidad, la imparcialidad, la sinceridad, el respeto; en resumidas cuentas, la libertad de expresión.
La independencia de criterio facilita la defensa, la protección, el bienestar y los derechos de los ciudadanos. La brumosa definición de los medios de comunicación como Cuarto Poder solo adquiere relevancia a medida que evita el control social, la adulteración de los hechos y el engaño a la opinión pública. Así en el intento, se ponga en riesgo la vida.
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