1 mayo, 2024

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Subir al morro

Por Ricardo Correa Robledo           

La primera vez que subí al Morro Sancancio fue hace 45 años. Por varias décadas alcancé su cima trotando, con el explícito propósito de hacer ejercicio, como parte de una ruta a cumplir. No era una práctica muy frecuente, pero teniendo en cuenta el paso del tiempo queda como saldo muchas subidas.

Pero hace tres años, lo ocasional se volvió frecuente y después rutina diaria. Con un objetivo claro de hacer ejercicio, ya no trotando pues mis tobillos han sufrido desgaste y lesiones, subo esta montaña caminando a muy buen paso en un recorrido que ya he memorizado. Y en esta rutina que pareciera ser ya mecánica, ha surgido una especie de milagro diario, cotidiano, infinitamente sencillo y al mismo tiempo prodigioso.

Salgo de mi casa en el barrio Palermo y en diez minutos, que podemos llamar de calentamiento, llego a la base del Cerro, justo donde queda la Clínica San Juan de Dios, a la que hace ya mucho tiempo se le decía “el manicomio” y se inventaban historias sobre este sitio, las que tenían visos de terror para los niños. En este punto, de un tajo, desaparece la ciudad y por un túnel verde, literal, se entra en otra dimensión. Al tiempo que ya se empieza a sentir el ejercicio, comienza el deleite, pues por arte de magia todo cambia, y para bien. Es increíble tanto esplendor de la naturaleza solo a unos pasos de la ciudad, o mejor, metido dentro de ella. De la base de la montaña a la cima son unos 15 minutos y lo mismo de bajada, tiempo de privilegio.

A medida que se asciende la mente también cambia su estado; ese listado de cosas por hacer y preocupaciones cotidianas, que nos persiguen a toda hora, se va desvaneciendo, y no es que desaparezca totalmente y que se transite a un vacío total, pero todo se vuelve más ligero, y se crea una pausa con todas las ataduras. La mente se acerca a un estado meditativo, y si bien algunas ideas van y vienen, todo es más ligero. Y en este estado, cuando menos se busca, aparecen los regalos del camino: las aves, otros animales, pequeñitas flores, el susurro del viento entre los troncos de grandes árboles, matas y arbustos silvestres, y las imponentes montañas que aparecen en todas las direcciones.

En cuanto a aves es muy frecuente ver barranquillos con su frente y cabeza color turquesa, su antifaz negro, ojos penetrantes, pico largo, su cuerpo verde y azul, y su larga cola terminada en forma de dos raquetas. También tangaras de diversa clase, asomacandelas, y muchos más. Recientemente, casi todos los días, veo pavas andinas, con su cuerpo grande marrón, su cola y su bella cabeza color turquí.  Hace unas dos semanas pude observar cuatro juntas a poca distancia que revoloteaban en un árbol; y también hace poco un par que no se alertaron ante mi presencia y tuve el gran placer de contemplarlas a solo 5 metros; y para completar, ese mismo día, ya de bajada, vi un tucán esmeralda, que aparecen de cuando en cuando. Ocasionales ardillas, armadillos y conejitos hacen parte del repertorio. Y todo esto, en medio de luminosidades diversas, distintas a las de la ciudad; neblina; a veces lluvia, y siempre el verde, los verdes.

Al terminar el descenso, en la base de la montaña vuelve a aparecer el mítico “manicomio”, hoy un prestigioso centro de salud mental. Otra vez en la ciudad se vuelve a respirar el cemento, aparecen los carros, las motos, la gente y el ruido. Llego a la casa en diez minutos para seguir el día, pero un día ya distinto. Después de subir al Morro Sancancio ya la jornada está librada.