11 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Scrooge un amargado, Grinch un ser envidioso y un gigante egoísta y gruñón, convertidos por la magia alegre de la navidad  

Enrique Batista

Por Enrique E. Batista J., Ph. D. (foto)

https://paideianueva.blogspot.com/

La Navidad en la literatura está llena de protagonistas singulares. Los escritores no se resisten a escribir sobre ella.  Tomo aquí historias literarias de tres autores, y en cada caso, basado en uno de sus personajes, libremente destacaré, por inferencia, los valores humanos que encarna la Navidad, como si fuesen moralejas que dejan las lecturas. Esos autores son Charles Dickens, (con Scrooge en «Un Canto de Navidad), Theodor Seuss (con Grinch en «¡Cómo el Grinch robó la Navidad!») y Oscar Wilde (con su obra «El Gigante Egoísta»). 

El primero de ellos es Scrooge, quien se puede describir con una serie de adjetivos nada envidiables: tacaño, pecador, cruel, exprimidor, escurridizo, codicioso, avaricioso, grosero, de corazón duro, enclaustrado en sí mismo y solitario. Por ninguna razón en el mundo podía celebrar la Navidad. Su vida se centraba en trabajar y trabajar para acumular más y más dinero. Nadie lo amaba, todos lo rehuían por su trato grosero y el maltrato a sus empleados. Esa era su condena en vida, aunque no reconocía que le ocurriese a él; no era consciente de su maldad. De seguir así, su destino lo llevaría a una peor vida.  Pero la Navidad es una época espiritual; está llena de alientos que convocan a todos los creados por Dios a gozar y ser bendecido por el nacimiento de EL Redentor, porque todos los humanos, sin excepción, pueden gozar de la dicha divina de ser redimidos, y Scrooge no podía ser la excepción, aunque fuese ávaro, asocial, tacaño y solitario. La Navidad convoca a todos porque el Niño Jesús trajo a cada uno la «Buena Nueva» y la redención referida a nuestra vida pasada, a la que vivimos en el presente, y la proyección de una santa armonía con Dios, y con los demás, en el futuro. La Navidad siempre es ayer, hoy y mañana.  

En efecto, tres de los espíritus de Navidad se le aparecieron en sucesión a Scrooge. El del pasado, lo retrotrae a su vida infantil y juvenil, cuando gozaba y compartía con muchísimos niños; años llenos de energía y de sanas aspiraciones, pero que se convirtieron, como a muchos humanos hoy, en la angustia y obsesión del trabajo, no para el crecimiento propio y para aportar al bien común, sino para amasar riquezas materiales y ninguna de naturaleza afectiva, social, y menos espiritual. A continuación, el espíritu del presente le muestra cómo su propio empleado, los más pobres y todas las demás personas celebran la Navidad con una cena en medio de la alegría por el nacimiento del Niño Jesús. Antes de desaparecer este espíritu le muestra a un par de niños de origen trágicamente humano: la Ignorancia y la Necesidad. No se puede ignorar la dicha de la Navidad y tampoco la necesidad de ser sociable y solidario con los demás, en especial con los pobres que abundan en muchas necesidades materiales. A medianoche, con claridad algo espeluznante, le muestra a Scrooge el destino que le espera a los avaros: Pobreza, soledad, y muerte de familiares; también le señala hasta su futura propia tumba con su lápida en el cementerio. 

Scrooge, horrorizado, clama, con convencida súplica, una nueva oportunidad, la que merece todo humano, para cambiar y ser diferente, ser un cristiano amable y generoso. Celebró con otros la cena Navidad; ésta surtió el efecto; liberado de las ataduras no humanas que tienen algunas personas, pasó las demás navidades en familia y fue generoso y caritativo con su dinero para apoyar a los más pobres. En medio del gran cambió fue admirado por todos y era visible su felicidad.  (El «Cuento de Navidad», tanto completo como resumido, el lector lo encuentra aquí: https://rb.gy/hfi0nu).     

Grinch, el personaje de Theodor Seuss, carecía de un conjunto de atributos de un ser humano cívico y bien formado; no era bondadoso, sensible, tierno y tampoco compasivo. Por el contrario, era un personaje rabioso, excéntrico, colérico, iracundo, envidioso y, también, no le podía faltar, era amargado. Residía en la Cueva de la Amargura al norte de la Villa de Los Quiénes (Who – Ville), a cada Quién (Who), así se denominaban a los habitantes de ese poblado, les gustaba y disfrutaban la Navidad con su bello y espiritual mensaje de «Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad» que, como heraldos de El Salvador, cantado con arpas, tambores y trompetas, habían esparcido por todo el universo un coro de ángeles celestiales. Pero, el tal Grinch detestaba y odiaba las celebraciones alegres; resentido, afligido sin causa, rencoroso, adolorido y sin consuelo, no podía soportar el gozo de los Quién en la Navidad con la gran variedad de acontecimientos que la acompañan cada diciembre, de cada año, por los siglos de los siglos; así, para el amargado Grinch, tan alegre celebración le causaba una pena dolorosa eterna. Se decía de él que le patinaba el coco, que tenía tuercas flojas en su cerebro, que tenía callos dolorosos en sus pies lastimados por los zapatos bastante estrechos con los que deambulaba y que, muy probablemente, nació con un corazón muy, pero muy pequeño. 

En una Noche Buena, desde una colina al lado de su maloliente cueva, por el vaho que dejaba sus nada sensibles sentimientos, divisó la alegría de la celebración navideña acompañada de los bellos y armoniosos cantos de villancicos que llegaban a sus enfermos oídos como si salieran de las entrañas mismas del gran Satán. «¡El ruido! ¡Ruido! ¡Ruido! ¡Ruido! ¡Eso era lo que odiaba!»  Su decisión, probada siempre como inútil: ¡Robarse la Navidad!, como si ello fuese fácil; intento fallido, probado ya muchas veces como misión imposible. Si consumaba el robo, se decía sí mismo, en la mañana los niños, al levantarse por sus juguetes y demás regalos, no los encontrarán y así evitaría que la Navidad llegara y que no festejarían ni cantarían nada el 25 de diciembre. «¡Debo terminar con todo esto! ¡Porque ya lo he soportado por cincuenta y tres años! ¡Debo evitar que llegue Navidad!» repetía, una y otra vez, el amargado rufián.  

Con la pesadez de sus males, más que con la de su cuerpo, pudo entrar por las chimeneas y robar todos los regalos, las cenas preparadas, las tortas, helados y pasteles. Se llenó de perverso y enfermizo júbilo. De regreso a su fétida cueva, depósito infectado por muchos de los males que acosan a la humanidad, miró en la mañana desde la misma colina hacia la Villa de Los Quiénes y, para muy amarga sorpresa, consternado, vio que todos, niños, jóvenes y ancianos, y también todos los animales, estaban celebrando el nacimiento de El Mesías. Se le hizo evidente que no son necesarios los regalos de Navidad para vivirla en alegría, en familia y en unión con el Niño Jesús.  

Ocurrió que como la Navidad no excluye a nadie, incluso a quienes la prohíben o desean eliminarla o robársela, las oraciones elevadas para acoger a los infieles, impíos y no creyentes causaron el milagro: «el pequeño corazón del Grinch aumentó tres veces su tamaño», con lo que se borraron todos sus negativos sentimientos, ocultos y malévolos, esos que no deben caber en ningún corazón humano por pequeño que sea.  Devolvió los juguetes y todo lo demás que había robado. Las familias compartieron con él en la clara y brillante noche la cena de Navidad, la misma que celebró por primera vez un arzobispo 18 siglos antes. El mismo Grinch, según relatos conocidos «trinchó una bestia asada», una manera de sentir y vivir la comunión entre cristianos y demás seres humanos. Dejó de ser el Grinch verde y peludo que una vez fue. (El cuento «¡Cómo el Grinch robó la Navidad!» el lector lo encuentra aquí: https://shorturl.at/kquA4https://shorturl.at/eoDGO).  

Relata Oscar Wilde que existió un «Gigante Egoísta». El egoísmo trae muchos males, entre ellos: avaricia, codicia, mezquindad, odio, envidia, sordidez, impureza mental, rencor y desazón permanente. El gigante vivía sólo y aislado en medio de su asfixiante amargura, rodeado de verdes prados, llenos de árboles frutales, en los que hacían sus nidos y se alimentaban las más bellas aves. Los niños, al regresar de la escuela y en sus vacaciones, jugaban en esos pardos y disfrutaban de las frutas y de los bellos cantos de los pajaritos, sus amigos con quienes vivían en santa armonía.  

El hombre agigantado de tamaño, pero minúsculo de sentimientos humanos, encerraba la avaricia por la posesión de más y más tierras fértiles. Ávaro con su propiedad, odiaba la alegría de los niños y de las aves; sus cantos y gritos alegres lo perturban.  Por ello, dadas sus pretensiones de posesión de tierras, encerró sus verdes campos para que la alegría de los demás no interfiera con su soledad y así sentirse lejos de cualquier perturbación de niños alegres y de aves cantoras. Pero, Dios creó al mundo con sus prados verde para el goce de todas las criaturas que Él puso en la Tierra. Ocurrió que   los campos del egoísta gigante se cubrieron de nieve y de abundante hielo, en un invierno larguísimo. El gigantón se preguntaba por qué la primavera no regresaba y por qué no había frutas, aves, flores y niños jugando. 

El campo verde lleno de frutas, de aves y de flores, el mismo que los niños disfrutaban, representan la dicha y la bendición divina para el gozo de las almas buenas. La primavera que enriquece y reverdece los campos representa el ambiente natural y la riqueza espiritual que todos los seres humanos debemos poseer, por lo que no debemos establecer barreras para su protección y gozo por todos, en especial por los niños. En caso contrario, llegará un invierno cruel, por siempre cubierto de nieve, sin que regrese la perenemente añorada primavera, que es un regalo que el Niño Jesús ha hecho a todos los humanos para que gocemos de los bienes que la naturaleza posee. Los gritos de alegría y goce de niños subiéndose a los árboles, gozando y corriendo por los verdes prados representan siempre el nacimiento continuo de las buenas acciones y de los buenos pensamientos; recuerdan también el compromiso que tenemos todos los humanos de vivir en la armonía consigo mismos y con la naturaleza para llevarnos, en última instancia, al gozo del Divino Niño 

Ocurrió que un día varios niños treparon a un árbol, pero un pequeño niño no pudo hacerlo. Enternecido por su presencia, el gigante egoísta lo ayudó a subir al mismo árbol. Su cambio de actitud y de comportamientos fue inmediato; destruyó el muro que había construido para que todos los niños pudieran entrar; también volvió la primavera, las aves y los árboles se llenaron de deliciosas frutas. Pero el niño pequeño no volvía. Pasaron los años, el gigante envejeció y estaba cada vez más débil. Una mañana apareció el niño pequeño, el gigante como pudo corrió a su lado. El niño le dijo: «Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín que es el paraíso»”. Cuando aquella tarde llegaron los niños encontraron al gigante muerto, bajo el árbol, todo cubierto de muy bellas flores blancas. El niño había reaparecido con clavos en las manos y en los pies. Era el mismo Jesucristo que años después sería sacrificado, como Redentor, en la cruz. Esa es parte de la dicha de la Navidad y el camino a la sagrada unión con el Ser Superior.  

Para aquellos seres humanos llenos de maleza en sus corazones y mentes, amargados y viviendo en soledad, pueden experimentar la magia curadora de la Navidad. Con ella, aun los corazones caprichosos y negadores de la alegría propia y la de los demás, alcanzan un encuentro feliz consigo mismos y se ponen a paz y salvo con todos. La ternura del Niño Jesús aparece siempre con su cura milagrosa para llenar a todos de alegrías y, como en uno de los casos que relatamos aquí, acompañado de la santa promesa de llevarlos a la vida eterna en el paraíso. (El texto de esta obra de Oscar Wild el lector lo puede encontrar aquí: https://shorturl.at/nwTW5).