2 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Regreso al estadio

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Cuando el conductor que me llevaba hacia El Campin me preguntó si iba con frecuencia al estadio, le contesté que la última vez que había visto a Millonarios tapaba Amadeo Carrizo. El hombre, cortés e impecable con su pasajero, sonrió, aunque no entendiera ese retorno al año 1969, mi metáfora para indicarle el tiempo que llevaba sin asistir a un partido del equipo capitalino. 

Debo aquí sobrevolar una cartografía futbolística. Y llamar a los lectores a un lacónico viaje al pasado del balón y los guayos colombianos, lo que no será difícil pues la pasión hoy abarca hombres y mujeres, grandes y chicos, todas las clases sociales y las barras eufóricas y fragorosas. Las mismas que yo vi ese día saltar como resortes incansables, mientras en la grama Millonarios disputaba la esférica con Flamengo de Brasil y San Pedro cómplice guardaba su aguacero entre las nubes cenicientas. 

En realidad, mi recuerdo de Millonarios se divide entre la realidad y el deseo, como el bello libro de poemas de Luis Cernuda. Voy a comenzar por la primera que es la última en la cronología. Abarca la temporada futbolística de 1967/1968. Nunca olvidaré ese equipo de mis 10 años, jamás desmemoriaré los nombres de José María Ferrero, Fernando José Areán, “El nene” Fernández, Senén Mosquera, Otoniel Quintana, Finot Castaño, “El pecoso” Castro, Oscar Villano y Miguel Frattini. 

Los menciono así, sin el rigor histórico ni el conocimiento disciplinado de quien, creo, sabe más de fútbol en Colombia, mi primo Iván Mejía Álvarez. Tampoco con el agrado y la sapiencia del doctor Hernán Peláez Restrepo, con quien compartimos las tardes solitarias del domingo cuando él llegaba de carrera a El Tiempo a escribir su columna para las páginas deportivas y me encontraba ahí, sembrado en el empeño de ganarme un lugar en el periodismo de este país. Y mucho menos con la memoria de mi afectuoso amigo Fernando Panesso Serna, que recita las alineaciones de los equipos en fechas y partidos singulares, como si fuera una versión viviente de una revista deportiva. 

Los nombres que he mencionado se unen desordenadamente a los de Gabriel Ochoa –con quien sostuve una conversación de arrobamiento que recreé en el libro “Bandeja de Historia Paisa en Bogotá” –, Efraín “El Caimán” Sánchez, Marino Klinger, Willington Ortiz y ese jugador de la estratosfera que era Delio “Maravilla” Gamboa. Y llego al gran Amadeo Carrizo, el hombre que introdujo en el fútbol latinoamericano el uso de guantes para los arqueros, a quién llamaban “Tarzán” por sus piruetas en la selva del gramado. Es el equipo de 1969/1970. Y ahí están ese genio que era Alejandro Brand y Pedro Prospitti, y creo que tanto argentino brillante, creo, fue posible gracias a Néstor Raúl Rossi, que los trajo de su patria como “El cacho” Aldabe los había importado a él, con Adolfo Pedernera y Alfredo Di Stéfano veinte años atrás. 

Y aquí, aficionados y curiosos, pueden ver en https://rtvcplay.co/peliculas-documentales/el-mejor-equipo-del-mundo, la historia de Millonarios cuando fue eso y mucho más. Es un documental basado en el libro de ese colega y gran señor y periodista que es Mauricio Silva Guzmán y que cuenta la historia de un equipo que Alfonso Senior armó mientras Bogotá se levantaba de las ruinas cruentas del 9 de abril de 1948. Un “Ballet Azul” que se nutrió de la huelga de los futbolistas argentinos, cuyos mejores exponentes desembarcaron en Colombia bajados del Olimpo y como dioses jugaron para dar a Millonarios su primer título de campeonato en 1949. 

Me hubiera gustado estar en ese instante. Y ese es el deseo. Como lo hizo mi mamá hermosa que nunca dejó de referirme en su narración pletórica de detalles su asistencia a los partidos en El Campin, la fiesta anterior y la siguiente a ese momento de lujo, la fantasía de haber visto jugar a esa pléyade de cracks que alumbraron “El Dorado”, y en la que su alma de mujer guardaba la apostura de Di Stéfano con alguna sonrisa de la saeta rubia. 

Imagínenme con todo eso en mi cabeza, rebosante en mi corazón, llegando al estadio de la 57 a ver con mi hijo Alejandro un equipo en el que difícilmente creía haber escuchado a alguien llamado Mackalister Silva y a Andrés Llinás, el hijo estrella de Camilo, a quien me acerca una amistad respetuosa, fruto de haber compartido en otro momento espacios de la vida pública de este país. 

Ninguno de los dos iba a jugar ese día. Y yo me esperancé de volver a ver a Arnoldo Iguarán al reconocer en oriental una pancarta con su nombre. Pero mi hijo se encargó de aclararme que se trataba de una barra, y que “El guajiro” legendario y goleador, que se había retirado el siglo pasado, se encontraba a pocos metros y era el encargado de preparar a los delanteros de Millonarios. 

A la cancha saltaron entonces once desconocidos, pero solo para mí, familia ellos y parceros reconocidos de absolutamente todos los asistentes a ese monstruo ruidoso en el que irrumpían foráneos el escenario montado para el concierto de Karol G y un grupo de personas remotas que avivaban a Flamengo, con su grito completamente extinto en la estridente algarabía azul. 

La instalación en el asiento de la tribuna más cara que me regaló mi hijo fue posible gracias al retiro de un hombre que estaba parado ahí en un éxtasis de saltitos y vítores de albricias millonarias. El espacio que les queda a las piernas cuando uno ha puesto el fundillo en el minúsculo cuadrado amarillo es parecido al que disfruta un pescado en una lata y mis rodillas se instalaron en las orejas del espectador delantero, de la misma forma que las piernas de la mujer que estaba detrás de mí mantuvieron mi cuello masajeado de cálidos e interminables impactos. 

Esa dama me dio la tónica del mantra que congrega y amasa a esa efervescente multitud: ¡hijueputa! Se lo espetaron a los jugadores cariocas, al entrenador, a los suplementes y a los que se quedaron en Brasil. A los árbitros, jueces de línea y auxiliares, cuyas madres, de tanta mención procaz cada semana, deben tener las orejas de un color granate y a una temperatura de verano inclemente. A todo lo que se movía en contra de Millonarios le soltaban el mantra a una velocidad de varias veces por minuto, vocablo de comunión deportiva que se elevaba en grumos de insidia hacia el cielo que vertía sus primeras gotas vespertinas. 

Entonces comprendí la paliativa acción de la catarsis, no como la evacuación de la catamenia, sino como la purificación y la purga de emociones, a través de esa experiencia vital profunda que es un partido de fútbol. Allí se expelen las rencillas sociales, las malandrinas amarguras que nos inyecta la extraña marcha de este país, los rencores, la inflación que siempre es galopante, las malas miradas del alma, los sopores mismos del amor que se nos niega o nos exalta, tantas otras humanas conmociones del ánimo… 

Todo cesó como en la caída de un telón con el empate de Millonarios y el aguacero torrencial que se desgajó en el pitazo final sobre esa arca iluminada y resistente al naufragio. El chubasco duró lo que demoró la salida lenta y procesional de los aficionados, a la que nos sumamos abrazados con mi hijo. Algo así, mejor dicho, como el tiempo breve de este recuerdo con el que volví al estadio y fui feliz, ¡qué hijueputa!