En un santiamén los vidrios del carro se cubrieron de vapor. Afuera la impetuosa lluvia y adentro los apaciguados espasmos de las manos ansiosas. El ambiente estaba cubierto de emoción dispersa, la música como telón de fondo y los asientos deslizados hasta el límite de la tolerancia.
“…Eres todo el mundo para mí
Nadie te ha querido como yo
Sigue hablando así y seré feliz
Y seré Feliz…”
Sonó a manera de premonición una de las canciones del lado A del casete. El fin de semana anterior había escogido 30 LPS (long plays) o discos de larga duración con los mensajes de otros para declararle el cariño puro. A decir verdad, no tenía el valor o me dominaba la timidez; al fin y al cabo, ambos estados de ánimo obstruyeron la espontaneidad.
Cuatro fases de luna llena y sus menguantes pasaron con la prisa de los primeros años de inexperiencia. Cada tarde a las 5:15 la puntual llamada telefónica se extendía por espacio de 2 horas, a tal punto que, mi papá, exclamaba: “¡El teléfono se hizo para acortar las distancias no para alargar las conversaciones!”. Entendido el mensaje, agachaba la cabeza y le susurraba, de nuevo, al oído: “Hablamos luego”. Todo pasaba tan ligero, auténtico, sencillo y memorable que perdíamos la noción del tiempo. ¡Ah! es bueno aclarar que durante los 120 minutos unas cuantas interrupciones torpedeaban el incipiente cortejo: “¿Ya terminó las tareas?, recoja la ropa que va a llover, ¿por qué no va a la tienda a traerme el revuelto?, su hermana tiene que llamar a una compañera del colegio; arregle la pieza, mijo, no sea desordenado, ¡cuelgue ese teléfono que ya está echando humo! …” y otra andanada de antiternura brotaba de vez en cuando. O sea, que tampoco fue mamey tratar de hablar con ella.(Lea la columna).
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