El chequeo rutinario de la presión arterial develó un episodio inesperado. De las tres confortables sillas de la sala de espera, la primera, estaba ocupada por una mujer embarazada de aproximadamente 30 años de edad. Ella no respondió el saludo matutino, en cambio clavó la mirada y las manos dentro del bolso color marrón. De vez en cuando miraba con el rabo del ojo y regresaba a esculcar el accesorio ceñido a su vientre.
Después de 15 minutos de reposo personal y varios giros de ansiedad observados en la señora, un leve ruido desencadenó la trama de los sentimientos cohibidos. “Deje eso ahí. No sea metido”. El gesto de caballerosidad de agacharme a recoger el sobre de pastillas, provocó en la embarazada, cerrar los puños y rastrillar los dientes. La posición amenazante y la expresión vidriosa de su mirada hicieron que volteara en sentido contrario. El murmullo advertía otra reacción de la extraña. (Lea la columna).
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