20 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Oficio para el robot 

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Si alguna vez tengo un robot o me alcanzan la plata y la vida para comprar un humanoide en la tienda que Tesla instalará en la esquina, le voy a programar un único e inequívoco destino. No voy a dejar que me sustituya en mis tareas intelectuales, no permitiré que escriba ni haga las portadas de mis libros ni que componga canciones. A como se llame lo que sea, lo voy a destinar al oficio doméstico. 

Este eufemismo es, en realidad, una verdadera esclavitud secular, tan perverso y solapado como “ama de casa”. Pues creo que el hombre y la mujer –el ser humano, para no meternos en líos de género— está limpiando polvo desde que lo crearon por esa misma vía. Iba dejando todo por ahí en el paleolítico, pero cuando decidió o se vio forzado a volverse sedentario le tocó empezar a hacer todo eso que seguimos haciendo hoy, en la posterioridad de milenios y milenios. 

La tarea de limpiar el polvo es el comienzo de ese calvario eterno. El insondable Isaac Asimov, que escribió casi tantos libros como Otto Morales Benítez, comenzó su carrera en 1958 con un artículo para Fantasy and Science Fiction titulado “El polvo de los siglos”. Ahí definió este enemigo sempiterno: “Uno de los descubrimientos más descorazonadores que hacen las amas de casa al principio de su carrera es que el polvo es invencible. Por muy limpia que se mantenga una casa, por muy poca actividad que se permita en su interior, y por muy a conciencia que se impida la entrada de los niños y otras sucias criaturas, en cuanto se da uno la vuelta, todo aparece cubierto de una fina capa de polvo”. 
Pues limpiando esa “fina capa de polvo” nos hemos pasado la historia de la humanidad. Corrección: “nos hemos pasado” además de una mentira es una insolencia. La tarea sempiterna les ha tocado a las mujeres, salvo cuando hubo intervención de sirvientes hombres inevitables, que como esclavos y siervos también construyeron monumentos y ciudades de las civilizaciones apoteósicas. 

Pero es a ellas, mayormente, a quienes, además del polvo aliado de la mugre (corrige el corrector de Google, que ya le metió género al asunto), les ha tocado limpiar, barrer, trapear, fregar, lavar y una caravana indigna de verbos opresores y dominantes. Por eso es absurdo como oficio “Ama de casa” e indignos, en la mayoría de los casos, las tareas y el tratamiento de las denominadas “empleadas domésticas”. 

Las “amas de casa” llevaron ese Inri como semblanza de inutilidad, una forma adiposa de decir que no hacían nada mientras el maridito trabajaba. Y mientras y mientras tuvieron la casa como una tacita de plata y criaron hijos, casi nada. Muchos hijos muchos años después y frente al pelotón de fusilamiento del matrimonio o de la soledad, entendimos que, como diría Martha Liliana Ruiz, fueron, en realidad, heroínas de la gran batalla del hogar y la vida cotidiana. 

Las empleadas del servicio doméstico son ese capítulo inédito de la historia de Colombia. Son el libro que no se ha escrito relacionando sus jornadas épicas desde niñas, trajinando en cocinas, baños, dormitorios, salas, fungiendo como niñeras épicas, viviendo y durmiendo horas escasas en lugares diminutos y muchas veces cochambrosos, y habilitadas, en variadas y frecuentes ocasiones, como la primera experiencia sexual de los niños y depositarias de las acometidas etílicas del señor y allegados de la casa. Pasaron y pasan por todo tipo de calificativos denigrantes como “Sirvienta”, “Guisa”, “manteca” o “la del aseo”, que se extendió a quienes atienden las cafeterías de las empresas o limpian los pisos de los centros comerciales, ante la indiferencia y la desconsideración de los visitantes. 

Cómo sería que el primer robot en el servicio doméstico observado por el público –la inolvidable “Robotina”, de Los Supersónicos, esa serie de dibujos animados que como las aventuras de Dick Tracy se anticiparon con clarividencia al futuro–, pues era mujer, ni más, ni menos. Se han inventado todo tipo de aparatos maravillosos, como la lavadora, pero el oficio doméstico pedestre sigue teniendo una parte significativa de esclavitud humana.  

A mi robot lo voy a poner a hacer todo eso. O al humanoide, qué carajo. Me reservaré el placer alquímico de cocinar, pero le dejaré la loza y el arreglo de la cocina servidos en bandeja. Y que limpie el polvo irredimible de este mundo, lave el baño, trapee los pisos. Seguiré tendiendo mi cama porque esa disciplina que mi previsiva mamá me enseñó desde niño la hago hasta en los hoteles. 

Ahora bien, sé que el robot (él, no ella) no aguantará. A los pocos días estará tan desesperado y aburrido, que buscará la forma de bloquearse, desprogramarse, quitarse una tuerca que no haya perdido en la limpieza feroz. Entonces, la Inteligencia Artificial del futuro descenderá a la realidad de pesadilla que han vivido las mujeres con el oficio doméstico en todo su pasado y valga decir, el ominoso presente.