4 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

La casa

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Antes de llamarse “Cien años de soledad”, la obra gigante de Gabriel García Márquez llevó por años el título “La casa”. Lo explica en “Vivir para contarla”, cuando, estando en Barranquilla, su madre Luisa Santiaga le pidió que la acompañara a venderla: “No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros solo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la suerte de nacer y donde no volví a vivir después de los ocho años”. Era el 18 de febrero de 1950. En solo dos días de estancia, en su niñez rediviva, en las historias de los abuelos, en la casa exhausta, el joven de entonces descubrió el sendero de su relato, “que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para contarlo”. 

El nombre no abrevió para la posteridad la historia de los Buendía, porque su amigo Álvaro Cepeda Samudio ya había publicado en 1962 “La casa grande”, su única novela, que tardó ocho años en escribir y que también llevaba el fardo luctuoso de “La masacre de las bananeras”. Una historia que conoció cuando era un crío y vivía en Ciénaga escuchando cómo familiares y amigos hablaban del despropósito fatal. 

He vuelto a recordar cuánto pesaban en la mochila de remembranzas del escritor nobel los primeros años de su vida en aquella única casa, al recibir por todas partes la información que Netflix ha compendiado en 16 capítulos la hasta ahora fílmicamente inasible “Cien años de soledad”. La casa de ese prohombre mágico llamado José Arcadio Buendía, recreada en el Macondo de ensueño construido en Alvarado, Tolima, “fue, desde el primer momento, la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza”. 

La casa ha sido siempre una obsesión de la literatura y de la música popular, el espacio reconocible adornado de juguetes de infancias y estampas de familia, matizado de nacimientos y primeros años de vida, refugio otoñal, impoluto recuerdo de inolvidables bienaventuranzas o pesarosas desgracias de vivos y de muertos. La desdicha mayor de las cuales fue, muchas veces, su abandono, el desapego de ese pedazo de tierra propia, el exilio de sus espacios y patios y habitaciones, la misma ruina que las carcomía como un comején mortífero y estragado. 

A esa casa en la que germinó “Cien años de soledad” y a la “La casa grande”, se suman otras casas de la literatura, que se han convertido en serie de televisión y en película –ojo, no es “La casa de los famosos”, no –, ambas trajinadas de críticas y alabanzas por la taumaturgia de volcar las palabras en imágenes, universos que se ensanchan en la imaginación de cada lector y que vuelan como mariposas de ensueño en la fantasía colectiva. Ellas son la siempre bien recordada “La casa de los espíritus”, de Isabel Allende, y “La casa de las dos palmas”, de Manuel Mejía Vallejo. 

La casa no es en ellas un inmueble estático o la parte construida de una extensión terrenal que la opaca con la reverberación natural de insectos y de vegetaciones extremadas. Es protagonista, ser vivo y hablante, que intercala el secreto de sus recovecos con la vida de los personajes. Y cómo no hablar de otras como “La casa de las bellas durmientes”, del japonés maestro Yasunari Kawabata. O la teatral “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca, que tiene en común con la Nora de “Casa de muñecas”, de Henrik Ibsen, destinos de mujeres que se pliegan o se subvierten a la muerte o la vida de un marido. 

Sin olvidar esa mansión espeluznante en los suburbios de Boston en la que Edgar Allan Poe atrapa a sus personajes con la obsesión de muerte que tituló “Los misterios de la Casa Usher”. Y cerramos, para que la enumeración no fatigue y no por carencia de moradas literarias, con “Recuerdos de la casa de los muertos”, las memorias de presidio que escribió Fiodor Dostoievsky, calificado por Stefan Zweig como el mejor conocedor del alma humana. Cuando tu casa es una cárcel o la cárcel es tu casa… 

Escribo sobre las novelas que tienen a la casa en el título, solo algunas, por supuesto, y los lectores de esta nota podrán recordar otras en los comentarios, incluso aquellas novelas como la inolvidable “Diez negritos”, obra cumbre, la más famosa y vendida de Agatha Christie. En una residencia fastuosa situada en la isla de Devon, en Gran Bretaña, recluye a ocho invitados para hacer algo que engolosinaba a la autora: acabarlos uno por uno. 

También la casa se multiplica melódicamente en las canciones populares. Incluso en el repertorio de Fonseca y los hermanos Zuleta. Pero para que no piensen que escribir es rellenar, solo quiero hacer alusión a dos casas. Una es de mi infancia, cuando la nueva ola y Estudio y Radio 15 desembocaron en “El club del clan”, versión Colombia. Creo no fallar a la contemporaneidad de los grupos pioneros del rock en el país, como fueron, primero, “Los speakers”, y después, “Los flippers”, entre cuyos integrantes recuerdo a Humberto Monroy y al español Rodrigo García, de los primeros, y a Arturo Astudillo, de los segundos. 

Monroy cantaba una bella canción, símbolo y prez de una generación. Era “La casa del sol naciente”. Una casa en ruinas en donde nace el sol, y que fue grabada en 1965, los cinco integrantes del grupo en la portada del LP de vinilo, asomándose tres de ellos por la puerta y las dos ventanas de la vetusta casa con amenaza de desplome, sus voces e instrumentos dando vida a canciones como “Todo está bien”, “Juanita banana”, “Roll Over Beethoven”, de Chuck Berry, y la versión en español de “Satisfaction” (de los Rolling Stones), entre otras. 

La música colombiana también habla de casas, comenzando, claro, por “La casa en el aire”, de Rafael Escalona, solamente pa’ que vivas tú, y pasando al compás del tren de ese recuerdo por otras casas más interiores, más cercanas al pasillo y al bambuco. Una de ellas es la bonita “Esa casa”, de Jaime Ricardo Guío Ordóñez, y por supuesto, “Las acacias”, que no sé cuántas versiones tenga, pero que a mí me resuena en las voces y las cuerdas del “Dueto de antaño”. 

Nacido en Bogotá y urbanita raizal, pertenezco a la generación de los apartamentos. Las casas, bellas en el bonito barrio Santa Fe de mi infancia, quedaban por todas partes, como esbeltos testimonios de una época feliz en la que se podía crecer jugando en la calle y vivir sin otro miedo que los vecinos llamaran a la policía, y los de verde nos quitaran la pelota y se tiraran el partido de fútbol, pues todos los niños y muchachos salíamos a perdernos. He recordado recientemente la tristeza que es hoy el barrio, al saber que se cae o se cayó a pedazos la bella casa del maestro León de Greiff, en la carrera 16a, creo que ya comprada en ruinas para construir sobre su lote de historia poética y musical un aprovechamiento inmobiliario que vaya bien con la pernicia actual del sector. 

Las casas en ruinas, por cierto, y bien sea por la rapiña inefable del tiempo o por la voluntad de sus propietarios que las dejan caer para venderlas y levantar edificios o esparcir parqueaderos, despiertan dolor en mi corazón y desatan ecos de vidas que fueron y se fueron. ¿Quedó el pasado allí como fantasma omnipresente? ¿Qué sentirán quienes las habitaron cuando pasan y las ven y las sienten y escuchan las voces que allí se hablaron, las músicas que se escucharon en pianos y gramófonos extintos, las vivencias que se ampararon en el comedor o en la sala, en los solares y en las buhardillas, en las habitaciones de luminosos u oscuros encuentros? 

Entonces recuerdo como si fueran mías las casas que dejaron atrás mis familias ancestrales en Tolima y Caldas. Las raíces que yo no conocí, resignadas a perpetuarse en palabras y recuerdos de álbumes extraviados. Y con un telón de cuerdas y un trasfondo de finas notas llega a mi mente el pasillo compuesto por el antioqueño Jorge Molina Cano, cuya letra está basada en un poema del español Vicente Medina Tomás, dedicado a “Las acacias”, reflejada en el trasiego vegetal la historia de la casa. 

La casa. 

Ya no vive nadie en ella. 

Y no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra.