
Por Carlos Gustavo Álvarez
Es de noche. Soy un niño. Tengo la nariz llena de mocos. Toso. Tengo gripa.
¡Mamá!
Ella ha entrado a la pequeña habitación, aperada como una guerrera de curación. Es la enviada de Dios. La panoplia de la sanación es sencilla. Dos hojas de papel periódico recortadas en forma de pecho chiquito. Las ha traspasado varias veces con un alfiler, ahuecándolas con la paciencia de una tejedora. En la otra mano, un pequeño empaque. Un frasquito.
Me frota el pecho con esa materia blanca, grasosa. El olor es fuerte. Comienzo a sentir algo que no sé bien qué es. ¿Calor? ¿Frío? ¿Un frío caluroso? ¿Un calor helado? Me impone una de las hojas. Ella, mi mamá, elogia las propiedades del mentol. A eso huelo. A “mentol”. Repite la operación en mi espalda. Quedo enfundado en una armadura de alivio materno. Vuelvo a calarme el pijama. Me meto en las cobijas como un ratón espantado.
Pero la cruzada lenitiva no ha terminado. Más mentol. Debo sacar todos los mocos (entonces no se decía “flemas” –los niños éramos “mocosos” y no “flemosos” –, como tampoco a la comida se la llamaba “cena”) para recibirlo en la nariz. No me imagino la noche que voy a pasar.
Mi mamá no se rinde. Sale de la habitación. La oigo rebujar en la cocina. Sobre la estufa de carbón. Vuelve con una bebida caliente. Más caliente que el sobijo del mentol.
Es la aguadepanela. Con limón. Quema tanto como beberse el sol. Ya puedo dormir. No recuerdo calarme de camiseta la bayetilla roja.
Mi mamá menciona un nombre. Parece el de uno de esos artistas de las películas que vamos a ver los domingos al teatro El Cid. O al Mogador. Yul Brynner. Tony Curtis. Este se llama Vick Vaporub. Si no me alivio con él, acompañado de aguadepanela, va a tener que pedirle una cita al doctor Rodríguez.
He vuelto al mundo de las pomadas, los ungüentos, las cremas, las emulsiones, los rubefacientes, todos ahora embutidos en la noción de “gel”, que es más glamurosa y tiene ese hálito anglosajón que tanto nos seduce. Eran la forma como se curaba la gente hace más de medio siglo, mucho antes de que aparecieran las EPS y uno pudiera ir a un centro médico o una clínica cuando sobreviniera el primer estornudo.
Lo he hecho, también, a raíz de los comentarios a la nota que escribí sobre Hildegarda de Bingen, la Madre Naturaleza, monja sabia que en el siglo XII desde la huerta de su convento abarcó conocimientos extensos e imprevisibles en ese rincón de la Edad Media. https://juanpaz.net/hildegarda-la-madre-naturaleza/
Es una mezcla de recuerdos y evocaciones. De inolvidables piezas de publicidad en periódicos, radios y revistas. Que comenzaron a tener voz, imagen y movimiento grabados en directo para encantarse en el adminículo de la TV, al terminar la década de los años 50. Y también gracias a la memoria de una cultura popular y de un sustrato familiar que todavía repercuten en el mundo de la IA y que tienen historias seculares, ignotas la mayoría de las veces.
La del Vick Vaporub, por ejemplo. El salvador, el omnipresente, el infaltable. Lunsford Richardson se llama su inventor. Era un farmaceuta de Selma, Carolina del Norte, no la Selma, de Alabama, donde comenzó la marcha de Martin Luther King por los derechos civiles. Le puso “Vicks VapoRub” por dos razones especuladas: por el nombre de su cuñado y amigo, el doctor Joshua W. Vicks, o por la semilla de la planta de ese nombre (Plectranthus hadiensis), que todos ustedes conocen. Por allá en 1885 comenzó a comercializarse contra la gripa y los síntomas del resfriado, partiendo de una fórmula que revelo aquí, únicamente entre ustedes y yo, por si alguno quiere medírsele: por cada 100 gramos, 5.3 gramos de alcanfor, 2.82 gramos de mentol, 1.33 gramos de aceite esencial de eucalipto y excipientes como aceites de trementina, nuez moscada y hojas de cedro, timol y petrolato. Eso me frotó mi mamá ese día.
Petrolato también es la legendaria Vaselina, mezcla semisólida de hidrocarburos de petróleo, que aquí en Colombia terminará de producirse de seguir la guerra contra el crudo que hallaron “Los Beverly Ricos”. La marca “Vaseline” se le adelantó al Vicks en los Estados Unidos, donde se popularizó desde 1870 –aunque para datarla es preciso remitirse a Marco Polo, siglo XIII– gracias a sus cualidades curativas y lubricantes, convirtiéndose con el correr de las décadas en una verdadera panacea. Mi mamá me ungía los labios con vaselina para que no se me partieran (alternaba para el efecto con la manteca de cacao, a la que yo sigo llamando crema de coco) y servía para cicatrizar.
En ese aspecto, para reparar heridas y cauterizarlas, era clave el Merthiolate. Antiséptico y antifúngico, había que aplicarlo con algodón, siempre seguros de terminar manchados, pues el bendito era como una tinta china roja, que también se usaba por la época. Atención: ni se les vaya a ocurrir desinfectarse con tinta china, ni cargar el estilógrafo con Merthiolate (consulte a su médico).
Aquí, en el campo del algodón, que no faltaba en ninguna casa, lo mismo que en del alcohol, es preciso recabar en tres letras inolvidables: JGB. La historia es bella y comienza en Cali, Valle del Cauca, Colombia. Estamos en 1875. El doctor Jorge Garcés B., egresado de la Universidad Nacional, y su esposa Joaquina Borrero, en su farmacia de la carrera 5ª con Calle 13, preparan y despachan sus originarios productos farmacéuticos. Al algodón y al alcohol se les sumaba el Agua Oxigenada, otro desinfectante, con su botellita de color azul, propulsadas después de 1899, cuando muere el doctor Garcés, por su hijo Jorge Garcés Borrero y su supérstite madre. Para 1925 sus productos famosos eran el Agua Oxigenada, las píldoras muy caleñamente llamadas “Sultana” y la Magnesia Calcinada Engar, que digamos era como una Sal de Frutas Lúa (de Luis Uribe Ángel, su creador), y servía para aliviar la indigestión. La Farmacia Garcés se convierte en los Laboratorios JGB S. A. Y de allí sale la gloriosa Kola Granulada JGB, que yo sigo tomando, qué carajo.
Junto con la Kola Granulada, por la boca entraban par bellezas de líquidos: la Leche de Magnesia Phillips y la Emulsión de Scott. La primera se le había ocurrido a Charles Henry Phillips, en 1880. Era antiácida y laxante, cosa que se traducía en mi infancia como “para aflojar o que se le mueva el estómago”. Si no se activaba fehacientemente con la leche de magnesia, era porque el pobre estaba calcinado y había que desatrancarlo con Diablo Rojo.
La Emulsión de Scott es un suplemento nutricional hecho de aceite de hígado de bacalao. Se le ocurrió a un bacán llamado Alfred Dawne Scott. Estaba en las playas de Noruega, como cuando uno está en las playas de Noruega, antecitos de 1876. Y vio que los pescadores eran sanos y longevos, esas dos ambiciones que siempre han obsesionado al ser humano. Comían bacalao a tutiplén. El pescadito tiene el mismo tamaño del hombre de la imagen. Mi hermana y yo hacemos parte de esa niñez heroica y jamás condecorada por habernos tomado esa vaina cuando no existían los saborizantes –frutas tropicales, naranja y cereza–, que así la venden hoy con la imagen de un pez bailarín y afranelado.
Había pomadas clásicas como el Ungüento Merey, el Ungüento al mentol No. 2 (tengo grabado el nombre de Laboratorios Isadif que aparecía en la caja rojiamarilla) y la Crema Cero. Para aliviar la picazón de los bichos impertinentes se usaba Menticol, y hay cosas con alumbre y azufre que no me tocaron. El primero, porque no tenía barba o en vez de ir al kínder me hubieran matriculado en el Circo Egred Hermanos y el segundo porque no lo conocí, aunque mi mamá dijo muchas veces, cuando corría como una entidad motriz asolando porcelanas a mi paso, que yo parecía un demonio.
Puede ser más extenso ese vademécum de cariño médico, sencillo y simple como un pan horneado, y que se compraba siempre en la Farmacia del señor Peñaranda, encargado de ponerle las inyecciones a todo el Barrio Santa Fe, en la Carrera 17 antes de llegar a la Calle 24.
Ya cada lector, cada lectora, agregará los productos que gravitan en sus recuerdos. Cómo quisiera que fueran como los míos, rimando, siempre consonantes con la palabra mamá, irradiando su forma y sus afanes de salud, aplicados con un amor que no naufragaba en la tormenta de la vida.
¿Usted recuerda que tomaba cuando le dolía todo, la carne y el hueso, y en todo el cuerpo sentía un gran peso?
Frotando, frotando, Yodosalil lo va aliviando.
El dolor le tiene miedo a Dolorán.
Mejor mejora Mejoral.
Y la palabra mágica, el conjuro, abracadabra:
“Sana que sana, colita de rana, si no sanas hoy, sanarás mañana”.
Mamá me bendice antes de salir.
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