20 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Historia y civilización

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez

El hombre más importante y famoso después de Cristo se llamaba Napoleone Buonaparte, nacido en la isla de Córcega un año después de que Francia la negociara con la República de Génova y 20 años antes de la Revolución Francesa, con la que acabó en 1799 convertido en Napoleón Bonaparte, el Primer Cónsul de la República destinado a ser una figura histórica de postín. 

A finales del siglo XX la cuenta serena de un experto cifró en 600.000 los libros escritos sobre quien medía un metro con 68 centímetros, seis más que Simón Bolívar su émulo de ultramar, y al que se responsabiliza de entre 3 y 6 millones de muertes. Sufrió acoso el corzo cuando era niño y para defenderse se encerró en sí mismo, leyendo sin descanso y aprendiendo la ciencia de los números, que aplicó en su singularidad militar: la artillería. 

La repercusión del papel de Napoleón Bonaparte en la historia, su genialidad y legado en distintos terrenos culturales, sociales, militares y legales, entre otros, todavía se estudia y de debate con ahínco. En todo caso, y más allá de las conclusiones, fue un saqueador del arte y los tesoros de cultura en Egipto –adonde condujo una campaña cuyos resultados bélicos se mueven entre el éxito y la debacle, y en la que hizo marchar al lado de sus milicias a una hueste de sabios y artistas prodigiosos— y en Italia, de la que fueron Rey, él, primero, y luego su hijo púber, aunque ni el uno y el otro hubieran visitado nunca Roma. 

Lo que llevo detallado hasta ahora, y otros datos de maravilla, me los contó el actor Jeremy Irons, con su voz cadenciosa y su elegante presencia de preboste. Fue un recorrido de un poco más de 90 minutos que comenzó en el Duomo de Milán y terminó en la Isla de Santa Elena, rematadamente perdida en el océano Atlántico, con Napoleón Bonaparte muerto por un cáncer de estómago o con la sospecha de un envenenamiento el atardecer del 5 de mayo de 1821. 

El documental se titula “Napoleón: arte y poder”. Fue el primero del ciclo “Historia y Civilización”, que Cineco/Alternativo, de Cine Colombia, presentó en sus teatros de Bogotá, Cali y Medellín. Seguirá en lo que queda de febrero, durante marzo y hasta el 7 de abril(pueden ver los otros títulos en la imagen que acompaña esta nota). 

Justamente en una sala de Cine Colombia había visto el “Napoleón”, del colosal Ridley Scott, cuando agonizaba el año 2023. La expectativa de apreciar la versión de un ícono de la cinematografía, que mueve su grandeza entre la inolvidable “Blade Runner” y “Gladiador”, se apagó como un candil arrasado por una turbonada. Si bien tiene méritos indelebles en la realización de las batallas, el vestuario, la escenografía y la iluminación, su frágil guion la aparta de las grandes categorías. Su tímida mención en los Globos de Oro y su destierro de los premios Óscar es la sentencia confirmatoria de la hecatombe, de la que no se salvó ni la brillante actuación de Vanessa Kirby. 

“Napoleón: arte y poder”, en su género, es preciosista en la realización, exacto en la forma de deshojar el guion y como ya dije, enhiesto en el papel del narrador. Así es el siguiente, “Tutankamón”, que he podido ver en avance por la invitación de Cine Colombia y la gentileza de Pía Barragán, Adriana Giraldo y Natalia Vivas. La historia de este “faraón menor”, por así decirlo –con una estatura superior a la de Bolívar, pero inferior a la de Napoleón–, muy lejos de su padre Akenatón, que accedió al trono cuando aún transitaba la niñez y murió de malaria inclemente a los 21 años, se vuelve fascinante a partir del descubrimiento de su tumba.  

Lo que vio el arqueólogo Howard Carter, excavando en el Valle de los Reyes en 1922, bajo la mirada incesante y el soporte económico de George Herbert, conde de Carnarvon, copó sus ojos de fantasía. Cerca de 3500 objetos se apilaban en una tumba inusualmente pequeña del año 1325 antes de Cristo. A la fama de vodevil saltaron la momia –que dio pábulo a películas como la de Boris Karloff (más conocido por inmortalizar al Frankestein, de Mary Shelley) y una saga que no termina–, la máscara de oro que se volvió simbólica y codiciada y la maldición, que así se interpretó la muerte del conde, al año siguiente del descubrimiento funerario. 

No les voy a decir más, para no ganarme el mote de aguafiestas. Hay que ver este ciclo completo. Con la seguridad que tanto la historia como la civilización han ganado con estas nuevas formas de narración, de recoger lo que en Colombia sembraron el hermano Justo Ramón, el Padre Granados y Henao y Arrubla. Clases y libros que, como asevera Fernando Panesso en el ensayo que aparece en “Bandeja de Historia Paisa en Bogotá”, fueron “como las Tablas de la Ley para docentes y discípulos en la educación secundaria”. La misma que hoy aparece, a los jóvenes ojos de la IA, ni siquiera como un tema del imperio napoleónico sino una materia del Antiguo Egipto.