12 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Envigado años sesenta-setenta

Oscar Dominguez

Por Oscar Domínguez G. (foto)

En el Envigado de los años sesenta, cuando conocí de lejitos a don Pastor Garcés Londoño, todo sucedía en el parque. Como se trata de rendirle homenaje en los cien años de su nacimiento, empecemos por la Iglesia de Santa Gertrudis, a quien don Pastor cantó en uno de sus versos místicos.

Más que Dios, lo que nos interesaba de la iglesia eran las muchachas que la frecuentaban. Sobre todo los domingos cuando asistían a la atiborrada misa de doce. Llegaban a Santa Gertrudis, bellas, imposibles, elegantes, recién bañadas, olorosas y castas; mejor dicho, sin haber probado de sal. Sin epístola primero, no había paraíso.

Solían ir acompañadas de sus novios que trataban de no apretarles mucho la mano para no embarazarlas… Éramos mitad caballeros y mitad ingenuos. “Los muchachos de antes no usábamos gomina”.  Entonces “no se conocía coca ni morfina”, dicho sea, en letra de tango.

Aquellos novios de las misas de doce, desmayados de amor, olían a Pino Silvestre, Colonia 4711, o a Old Spice de Shulton. Para lucirse a la hora de la elevación en Santa Gertrudis, sacaban sus pañuelos del bolsillo de atrás para que sus frágiles dulcineas depositaran allí sus prosaicas rodillas.

Era tan serio y distante el párroco de Santa Gertrudis, Pablo Villegas, mi paisano de Montebello, enemigo personal de las pecaminosas fiestas del carriel, que pocos varones domados nos arriesgábamos a confesarle pecadillos de mínima cuantía que no daban para una semana de purgatorio. Su segundo de a bordo, el padre Humberto Bronx, quien escribía libros sobre sexología que nadie leía, era del mismo corte de Villegas. El padre Humberto me producía algo parecido al miedo.

Tras bambalinas, se daba una pequeña guerra teológica: en La Magnolia, la iglesia de san Mateo, de ramal improvisado fue convirtiéndose en la imponente capilla que es hoy. Ese “cisma” contra Santa Gertrudis lo lideró el padre Eugenio Villegas. Lo que indica que entre curas sí se pisan las jaculatorias.

El menú religioso del padre Eugenio incluía los famosos rosarios de aurora a los que asistíamos los tímidos solemnes que solo éramos capaces de arrimárnosles a nuestros amores platónicos mientras entonábamos el rosario. Jamás se enteraban de que eran amadas desde la sombra. No desatábamos palabra en jurisdicción de sus caderas. Caminando al lado de ellas provocaba creer en Dios.

Hay quienes afirman que la verdadera patria es la infancia. También lo son la adolescencia, la adultez, la vejez… En mi caso la patria grande diría que es la nostalgia. Y en muchas de mis nostalgias de adolescente, de adulto, y ahora de sujeto que marca con el siete adelante, tiene que ver Envigado, “donde ha debido quedar el paraíso”, según el cronista sueco Carl August Gosselman quien nos visitó en 1826.

El Envigado que nos sirvió de paraíso en una época crucial de las vidas de muchos de nosotros era un pueblo manejable como la primera novia, grato, señorial, señoritero, con ínfulas de ciudad grande. Provocaba sacarla a bailar bolero de Los Panchos, Romanceros, Gómez y Villegas, Martínez Gil, los Tres Diamantes, los Tres Reyes…  

Todos nos conocíamos. O nos sospechábamos. Éramos como de la familia. Parceros, en la jerga de hoy. Ese Envigado está irreconocible arquitectónicamente. Sobre todo, en el parque. Está irreconocible como muchos de los asistentes de esta noche que tratamos de adivinarnos la identidad detrás de tantos almanaques acumulados. Aunque, mejor digámoslo benévolamente, con Borges: no somos viejos, hace tiempos somos jóvenes.

Las casas y edificios de nuestros años mozos han quedado convertidas en memoria. La nueva arquitectura poco les dice a nuestras nostalgias. Miramos hacia el lugar donde quedaban dos puntos de encuentro como el bar La Yuca o La Tienda de Tatán, por decir algo, y vemos estructuras que nos son ajenas.

Pero no voy a incurrir en el lapsus de repetir el lugar común de que todo tiempo pasado fue mejor. La modernidad se toma sus licencias y echa pa’delante sin mirar atrás, como la mujer de Lot. Seguramente, también nosotros arrasamos con las nostalgias de quienes nos antecedieron.

 Han venido otros gallos a cantar al gallinero. El relevo generacional se ha ido dando en todos los órdenes en forma implacable, certera. Estamos muy bien remplazados. Por ejemplo, con los nietos y bisnietos de don Pastor y de la niña repetida de sus ojos, doña Lucelly Sierra.

Son las reglas del juego y conviene aceptarlas con una cierta sonrisa. Poco a poco vamos pasando al cuarto de san Alejo. Eso sí, nadie nos quita lo bailao. La pasamos del carajo en los dorados años sesenta-setenta. Y tenemos cuerda para rato. Si el que baraja y da las cartas no dispone otra cosa.

Volvamos a la salida de la misa dominical en Santa Gertrudis, un templo remodelado por don Suso, padre de Mario Vélez, la cuota política de nuestra generación. Varias veces este fabricante de alfombras voladoras y activista cultural y musical, brilló con su talento como presidente del Concejo. La cuota religiosa la puso Guillermo León Correa, Correita, misionero carmelita, una especie de Francisco de Asís de carriel. De marcar la pauta en asuntos literarios se encargó Jairo Morales Henao, clandestino enamorado de una de mis hermanas. Jairo, marido de Aquella, de Viviana, sabe quién escribe bien. Él mismo es gran escritor.

Cómo no chicaniar con otro talento de esos tiempos como Emiro Díez, un tímido de sonrisa avara. El marido de Olga es quizá el único envigadeño de todos los tiempos que entiende la teoría de la relatividad de Einstein. Es más, entiendo que lo refutó. Para variar es escritor de cuentos y novelas.

De la homilía del padre Villegas las parejas pasaban al goce pagano del andén más famoso del mundo que albergaba heladerías como Mi Casa, La Macarena, Jardines, La Puerta del Sol, La Hostería, Otraparte… A la salida de misa, los novios estaban atentos para que las palomas del parque no se fueran a extrovertir fisiológicamente sobre sus damas.

Pasaban radiantes por entre las ceibas del parque a las que el filósofo de Otraparte, nuestro gurú Fernando González, les dedicó su libro Don Mirócletes. Nos interesaba el Brujo González, como curiosidad, porque no éramos conscientes de su dimensión (bueno, hablo por mí). Ni cuenta nos dimos de que el filósofo de Otraparte había sido candidatizado al Nobel de Literatura.

En tiempos del autodidacta don Pastor y de su famoso Almacén Ideal donde no recuerdo haber dejado platica, las muchachas del domingo que nos quitaban el sueño y el insomnio, muchas de ellas discípulas de Marie Poussepin, fundadora de la congregación de las hermanas de La Presentación, no se revolvían con la gaminería que frecuentaba los bares Libertador, Victoria, Aventino o La Yuca. En esos non santos lugares se jugaban cartas, billar, ajedrez, en la dulce compañía de tinto o aguardiente. Dependía de su majestad el anfitrión.

Todos estos pecaminosos antros estaban localizados en el anillo lúdico de Envigado, en los alrededores de la plaza. Al lado del café Libertador quedaba el teatro Colombia con sus famosas matinés dobles dominicales. Como nadie tenía afán, dos películas se despachaban sin problemas. Mejor si había una mano femenina qué agarrar cuando apagaban la luz. Entre semana presentaban películas francesas prohibidas para todo católico. Era pecado ver a Brigitte Bardot escasa de ropa, solo con la radio encima.

Hace poco una promoción de bachilleres de la Presentación celebró 45 años de haberse graduado. Hace un año celebró 50 años la promoción de bachilleres de La Salle del 64. El bisturí mayor de la parroquia, “manos brujas”, el cirujano Luis Fernando Villegas, Mecato, Mario Vélez, Gonzalo Uribe, y el rector Alexis Molina, estuvieron al frente de esa celebración.  Estamos amenazados con libro sobre las efemérides.

Los “capullos de azucena de la Presentación” la pasaron en grande en su reencuentro, se reconocieron con cierta dificultad, se contaron sus historias, pasaron revista al departamento de arrugas, pategallinas y similares, se alegraron, se llenaron de nostalgia, berriaron a moco tendido, y regresaron a su cotidianidad, dentro y fuera del país.

Algo parecido hacemos en esta biblioteca que lleva el nombre de otra grande de Envigado, la maestra Débora Arango, habitante de Casablanca, un sitio mágico al que no entraba el que quería sino el que podía. Se pueden contar con los dedos quienes coronaron algo en Casablanca con buñuelos hechos por Elvira.  Tarde llegó la maestra a hacerles compañía en el parque principal a otros grandes de Envigado como Manuel Uribe Ángel, Marceliano Vélez y Fernando González

A muchos nos tocó leer en la diminuta pero acogedora biblioteca José Félix de Restrepo, que quedaba detrás de la alcaldía. Hace años, muy pinchada, tiene otra sede a tono con su aristocracia cultural.

Los devotos de la maestra Débora consideramos que hizo méritos suficientes para que la pusieran en los billetes de cien mil pesos. Pero no, aparece en los de dos mil. “¡Qué atropello a la razón!”, habrá que decirlo en letra de tango, uno de los géneros que le puso la banda musical a nuestra época ligada desde siempre a la música vieja.

No en vano Envigado ha producido grandes cultores y coleccionistas de la música del antier. “La taberna del recuerdo”, el viejo “Atlenal”, “El pájaro Loco” ,  decanos de todos los parches envigadeños, siguen atendiendo parroquianos prosUtáticos en las esquinas del movimiento del Barrio Mesa.

Pido licencia para chicanear: Éramos vecinos de la Casablanca de Débora Arango. Vivíamos en la casa rosada donde quedaba el chequeadero de buses, al lado del hígado de la famosa Bota del Día. Los jóvenes gallinazos envigadeños iban detrás de mis hermanas.  Gerardo Acosta se quedó con Amparo, y William Jaramillo, con Lucy. Los cuatro quedaron muy bien casados. Rubiela, la mayor, casó con un rionegrero, Evelio Franco, que vivía en La Magnolia, al lado del ramal-parroquia de san Marcos.

Los demás hermanos no fuimos profetas en Envigado y nos tocó echar las redes en otras parroquias. No nos quejamos: yo levanté en Junín a la mujer de todas mis vidas, Gloria, del barrio Miraflores, quien me acompaña en esta velada.

Mi cuñado William Jaramillo suele humillarnos contándonos que, en el Bar Georgia, que fue de propiedad de su familia, solía servirle tinto o Clarita Pilsen, botellita verde, al maestro González, cuando llegaba solo o acompañado de Félix Ángel Vallejo. Si se olvidaba de pagar la cuenta, William tenía instrucciones de dejar tranquilo al Brujo. Pagaba en presencia.

Mi madre les alcahueteaba novios a mis hermanas a espaldas de un marido celoso. Ningún partido le servía para sus petaconas.

Los enamorados que acompañaban a sus novias a la misa de doce, podían visitarlas dos a o tres noches entre semana. La visita la hacían generalmente en la puerta de la casa o en la ventana. Si el suegro estaba ausente, como en el caso nuestro, podían entrar, eso sí, vigilados por los ojos implacables de la suegra que se encargaba de notificar con una tosecita hechiza, repetida, que la visita había terminado. Los enamorados entendían ese esperanto del amor y se daban las últimas miradas. De pronto hasta un beso, a escondidas del Ángel de la guarda.

Me late que las muchachas preferían a los estudiantes del colegio La Salle, ahora situado por los lados de Zúñiga, a medio rosario de la prolífica quebrada La Ayurá. Los del Manuel Uribe Ángel o del Nocturno de bachillerato tenían que pelar cocos con la uña para que les pararan bolas. Sin excepción, los muchachos no nos perdíamos tarde en La Puerta del sol para verlas pasar en el bus de La Presentación. Que no falte la esperada ultimita.

Tampoco éramos taquilleros ante las bellas del pueblo los jugadores de ajedrez que frecuentábamos la prendería Ossaba, el de la tipografía, quien de paso nos sacaba de problemas económicos, rebajándonos los intereses por prenda empeñada. De pronto vengo a Envigado a jugar con don Jaime como antes jugaba con Noe Zuleta, el del Arca, de feliz recordación. También jugué con don Efraín Correa, quien a los 94 años sigue tan campante y lúcido en su casona del barrio Mesa, cerca del monasterio de clausura de las concepcionistas que venden los mejores bizcochuelos del mundo. La receta fue cedida por el Espíritu Santo. Hagan sus pedidos con anticipación a la madre Margarita, la abadesa.  (Aspiro a un 20% por ciento en esas ventas). (Don Efraín ya es carne de eternidad).

Mientras esperaban el fin de la misa de doce, los varones que no iban a misa dominical arreglaban el mundo a punta de carreta en alguno de los parches del andén más concurrido del mundo. Los envigadeños, grandes cachadores, no solo se sientan en la palabra: se va a dormir con ella. Parrandero o borracho del Valle de Aburrá que no haya oído serenateros en el Andén de Envigado, simplemente no ha visto amanecer.

En esas tertulias se iban inoculando los distintos virus de las que serían nuestras actividades cuando nos llegara el turno de levantar para la yuca.

De esa culecada envigadeña que hoy peina canas y alimenta prominente barriga, los ha habido comerciantes, ingenieros, abogados, políticos, curas, economistas, tahúres, escritores, empresarios, zares de la moda como el Sastre de Envigado, educadores, periodistas, químicos puros e impuros, zapateros como Jacob Jaramillo que les hacía zapatos a los golfistas del Campestre y después tomaba trago con ellas, deportistas, abogados, médicos, historiadores, chatarreros, jíbaros,  congresistas, administradores de empresa.

Otros agarraron lo que se denomina eufemísticamente el camino del dinero fácil.  En fin, todo lo que produce la viña del Señor se ha dado siempre en este sorprendente Envigado.

Hombres y mujeres jóvenes éramos felices e indocumentados. Como en la canción de Aznavour “teníamos salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”.  Muchos padecíamos una enfermedad llamada angustia existencial. Pero era más bien un pretexto para no estudiar y vagar. No sabíamos qué hacer con nuestras vidas, las vidas tampoco sabían qué hacer con nosotros. Así y todo, dándonos contra las paredes, fuimos construyendo nuestra propia biografía.

Envigado ha sido una fábrica de grandes amigos que son libros siempre abiertos en primera página. Recuerdo apellidos como Muñoz, Escobar, Flórez, Uribe, Morales, Vélez, Osorio, Arango, Ruiz, Jaramillo, Tamayo, Ossaba, Serna. Con la mayor parte de esos amigos hechos aquí  apenas me he vuelto a ver en los recovecos en que nos ha colocado el azar. Sospechamos que existimos y nos alegramos a distancia de que a cada uno le haya ido bien.

Actualmente hay otros foros como este parque-biblioteca Débora Arango, la Fundación Otraparte, que sigue creciendo de la mano de Gustavo Restrepo Villa, y de su gente, La Venta de Dulcinea, el centro cultural La nave de los locos y quien sabe cuántos sitios más, de muchos de los cuales ni siquiera tenemos noticia porque sus militantes prefieren el enriquecedor anonimato.

En el terreno humano, difícil encontrar un pueblo, perdón, una ciudad, donde haya tanta actividad, tanta vida. Aquí se mueve de todo. A quienes han empezado a darnos el codazo generacional, no los conocemos. Pero están ahí, con las mismas inquietudes y angustias y ganas de quienes los antecedimos por estas calles. Levantando sus vidas sobre un Niágara de sueños e insomnios.  Les deseamos buen viento y buena mar y buen amar.

Cuando me largué para Bogotá a hacer mi vida me brindó su hospitalidad un envigadeño grande, Álvaro Vasco Reyes, hijo de don Goyo y doña Lucía, una diminuta ráfaga boyacense. Parte de su familia vive en la casa de siempre en La Magnolia. Gourmet-gourmand mayor de La Magnolia, Álvaro, ya fallecido,  me enseñó a torear el frío bogotano, compartió conmigo el pan y el vino de su mesa y me vinculó al mundo laboral. En su restaurante Frutalia, de la calle 22 con carrera octava, nos reuníamos a triturar nostalgias y a evocar fulanos y fulanas que nos eran gratos. Álvaro nos dejó La tienda del vino, en El Poblado, una delicia atendida por su hijo Álvaro Sergio y señora Elizabeth.

Álvaro fue mi mecenas. En él les rindo homenaje a los hombres y mujeres envigadeños. Soy un eterno deudor moroso y amoroso de esta ciudad que nos acogió. Como esos borrachitos que ponen conejo no tengo con qué pagar la cuenta.

Mi presencia en un acto como éste, me ayuda reducir algo la deuda. Muy agradecido con la invitación. Y que don Pastor y doña Lucelly se estén gozando este encuentro desde las estrellas. Muchas gracias.