
@GobAntioquia @LuisFSuarezV
Por Luis Fernando Suárez Vélez
Secretario Regional Sectorial de Seguridad Humana
Con ocasión de mi cumpleaños recibí tantos mensajes, unos públicos otros privados, tan bellos y tan profundos, que me resulta imposible responderlos todos. El abrazo de los amigos; el calor de la familia; las oraciones de tantas personas, muchas de las cuales no conozco, pero siento cercanas, porque no concibo un gesto más noble que orar por alguien que uno no ha tratado, que no conoce plenamente; mensajes por redes, cartas y otros detalles que me hinchan el corazón y me mueven a la gratitud.
Gestos que en conjunto obligan a reflexionar sobre lo que significa cuidar, proteger y defender la vida, la propia y la ajena. Momentos que hacen más evidente lo privilegiados que somos cuando tenemos cerca personas capaces de manifestar amor, de esmerarse porque los demás se sientan bien. También personas capaces de recibir y de multiplicar. Es que, de cualquier modo, el cumpleaños es una excusa para hacer balances, para medir logros y faltantes, pero, sobre todo, para valorar y para agradecer.
Festejar el cumpleaños es celebrar la vida, pero como cualquier privilegio, compromete también una responsabilidad: la de procurar que la vida sea mejor para todos. No se trata ya de mantenernos vivos, de sumar años y acumular calendarios, sino de esforzarnos individual y colectivamente para que la calidad de vida sea mejor para todos, para que la vida sea digna, para que las oportunidades no estén concentradas, para que la aventura de vivir no tenga que ser una tragedia para tantos.
Cuando aún recibía saludos de cumpleaños, cuando todavía celebraba la compañía y la emoción de vivir, supe de nuevos casos de suicidio de jóvenes en el suroeste antioqueño y me dolió esa triste realidad. Mientras muchos luchan por sobrevivir, otros procuran ponerle fin a la vida propia, gritándonos en la cara que algo no está bien, que como sociedad les hemos fallado, que no hemos sido capaces de acompañarlos, de brindarles apoyo, de ayudarlos a mantenerse con nosotros.
Sin duda tenemos que hacer más. No podemos soslayar el hecho de que muchos de nuestros jóvenes no quieran esforzarse por vivir, por disfrutar la vida. Así como hemos hecho esfuerzos enormes por aumentar las capacidades médicas de atención y respuesta a la pandemia, para proteger la vida, es imperativo aumentar las capacidades y los alcances de los programas de salud mental, que significan salud para el alma.
Programas que implican un trabajo de largo aliento y que involucran muchas aristas. Que parten del reconocimiento de una realidad que con frecuencia nos negamos a afrontar, de hecho, todavía hacemos bromas y señalamientos frente a la necesidad de acudir a un sicólogo y mucho más a un siquiatra. Mientras no reconozcamos la importancia de atender la salud mental con la misma transparencia y naturalidad con que reclamamos atención para la salud del cuerpo, estaremos más lejos de proteger la vida en todas sus dimensiones, sobre todo, pero no exclusivamente, la de los jóvenes que se sienten abandonados de tantas formas.
Y parte del trabajo de protección de la salud mental, la salud del alma, tiene que ver con la prevención a las drogas que nos consumen como colectivo mientras unos las consumen. Drogas que desatan aparatos mafiosos que van cobrando vidas para aumentar presencia en todos los territorios, que convierten en dinero los sueños y las expectativas de los muchachos, mientras les roban el alma y la alegría. Un negocio manchado de sangre que va dejando una estela de muerte y de violencia que impide que podamos celebrar una vida digna.
No es posible celebrar la vida propia sin compasión por los que sufren, por los que están atrapados. Tenemos que cerrar filas para darle dignidad a la vida de todos, para proteger a los que más nos necesitan, para aumentar las oportunidades y procurar que vivir valga la pena para todos, que todos entendamos por fin que la vida es sagrada, la nuestra y la de los otros, que celebrarla es cuidarla con decisión.
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