16 junio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El guasón

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Ver una película por segunda, por tercera vez, incluso, es un acto de descubrimientos casi alquímicos, tan avasallador y categórico como la relectura de un libro. Es, también y por supuesto, un rudo juego del riesgo, pues, así como podemos encontrar novedades y puntos de vista que la primera apreciación nos denegó, el repaso puede propiciarnos una desilusión, una certeza agónica que nos reprocha entusiasmos pasados, admiraciones insostenibles con el devenir del tiempo. La mente del lector, la visión del espectador, cambian y conjugan elementos de madurez, cataduras del criterio para las que partes subrayadas y las escenas convertidas en epopeyas cinematográficas personales pueden llegar a verse con distintos ojos, que no es otro el destino del río que es la vida. 

Larga introducción para justificar que mientras el avión abandonaba el continente y de adentraba en el azul celeste del misterioso Océano Atlántico, decidí volver a ver “El caballero de la noche”, la segunda película de Batman contenida en una trilogía encargada al majestuoso director Christopher Nolan. La muy tentadora opción de abandonarme al esquivo sueño es para mí un imposible en cualquier medio de transporte. Así que me calé los audífonos y me lancé a recuperar los recuerdos de una cinta que como cinéfilo empedernido había visto muy poco tiempo después de su lanzamiento, hace ya 15 o 16 años. 

Conozco a Batman desde chiquito. Valga aclarar que la infancia citada es la mía no la del héroe, que ya él andaba por el mundo como comic o historieta, “cuentos”, les decían aquí, desde el 30 de marzo de 1939. El hombre murciélago fue un superhéroe creado por los norteamericanos Bob Kane y Bill Finger, cuyas aventuras entraron a la fortaleza editorial de DC Comics, que ya tenía volando por aires diversos a esa amalgama de poderes llamada Superman, solamente vulnerable ante la Kryptonita, que arruinaba ipso facto las fuerzas mayúsculas de “El hombre de acero”, y que, en general, abatía sin clemencia a los nacidos en el planeta Krypton. 

Batman no tenía ni esos poderes ni esa falencia única. Era un mortal (la mayoría de ustedes conocen la historia de Bruce Wayne y todo eso), avalado por armas, trajes y vehículos adelantados a su tiempo. Multimillonario, Bruce, eso sí, para permitirse esas costosas dádivas de la tecnología, y acompañado por un mayordomo llamado Alfred y un indefinible muchacho provisto de un antifaz, como “El llanero solitario”, que los creadores introdujeron como Robin en la historia, algunos meses después de la aparición del heroico quiróptero humano, para llamar la atención de los lectores impúberes. 

No aprendí a leer con los comics. Me encantaría asegurarlo, pero sería denigrar del papel de “La alegría de leer”, del descubrimiento de las letras y de su hermandad sagrada y del embrujo de los sortilegios de planas y esbozos, que me legaron tempranamente en el “Gimnasio Infantil del Niño Jesús”, de doña Ligia Cortés de Mancera. En ese lugar iniciático aprendí a amar las letras y a odiar la sopa, un trauma mafaldesco que superé con esfuerzo después de los veinte años. 

Con los comics, comiquitas, también las apelaban, consumé el gusto por la lectura, ya lo he contado en otra parte, en la que también relaté que su complicidad con la radionovela desenfrenó completamente mi imaginación. Me embebía en el paso incesante de páginas e imágenes, raptado por las aventuras de estos personajes mentados y de muchos más, y por supuesto, de sus enemigos, pues a un héroe solo lo puede engrandecer un poderoso enemigo. Los de Batman, ahora que los consulto en la Wikipedia, son alrededor de catorce. Pero en los cuentos de mi época predominaban “El pingüino”, “El acertijo” o “Enigma”, como le decían en España, y que era extraordinariamente sibilino, y el “Jocker” o “El guasón”. Y todo eso tenía en la cabeza, valga la pena escribirlo, cuando creamos “Calamar” con Bernardo Romero Pereiro y dimos a “Artemio Leguizamón” o “El capitán olvido”, un poder malévolo que encumbró la magistral actuación de Carlos Muñoz. 

Batman evolucionó a la serie de televisión que yo veía en el “Teletigre”, con el apuesto Adam West golpeando el puño de una mano con la palma de la otra y un tema musical pegadizo e inolvidable, y trascendió al cine con un superlativo número de películas y una variopinta presentación del héroe. Es de mi gusto personal considerar que las más potentes de esa galería son las películas de Nolan y que el enemigo más vistosamente encarnado en la historia del hombre murciélago es “El guasón” del actor Heath Ledger.  

Esto último es verídico por las abisales características otorgadas al bandido en el argumento y el guion de “El caballero de la noche” y por la actuación impecable de quien parecía vivir en un laberinto psicológico tan entramado como el de su personaje, zaherido por la inseguridad y la desconfianza en sí mismo. Y a quien, se asegura, la profunda inmersión en el espectro actoral de “El guasón” llevó a las drogas y a su muerte alborada a los 28 años, contemporánea al estreno de la película, cuando el actor australiano era uno de los intérpretes más reconocidos y encumbrados del cine. Su rol en “El caballero de la noche” hizo sombra sobre otros guasones tan vistosos como el que encarnó Jack Nicholson (ya sé: cada uno es cada cual) y sirvió para que un año después la Academia le otorgara un inusual pero más que merecido Óscar póstumo, el segundo de su rauda carrera.  

Volando ensimismado en el transcurso de la película, comencé a encontrar crípticas señales en la historia de Nolan. No es el poder de las armas y la implacabilidad sangrienta de las acciones de “El guasón” lo que desconcierta a Batman y lo precipita a la ambigüedad a la hora de enfrentarlo. Alfred, Alfredo para los amigos, encarnado por el magnífico actor Michael Caine, ha venido advirtiendo a Bruce Wayne, escarnecido en su cuerpo por los ataques y la hostilidad, que Batman podrá ser eterno, pero quien lo soporta bajo la máscara y el traje fantasmal es un escueto mortal. El multimillonario, al parecer dueño de todo en Ciudad Gótica, se resguarda de su vulnerabilidad en los artilugios tecnológicos que crea genialmente para él Lucius Fox, articulado por el brillante Morgan Freeman. 

Pero no: la novedad de este guasón es que configura una entidad psicológica caótica, imprevisible, que escapa al rigor y al control de la mente de Wayne – Batman. Su comportamiento sociópata anida en las tormentas de su infancia, en la patológica y cruenta relación con su padre, y se manifiesta en las peculiaridades de su comportamiento, cada vez más atrabiliario en la suma de las escenas. 

“El guasón” no tiene principios. Considera que esa carencia “es la forma sensata de vivir en este mundo”. Semejante omisión lo blinda de tener límites. Al Fiscal de Distrito Harvey Dent, cuyo final será tan patético como despiadada y expedita había sido su transformación, “El guasón” le confiesa antes de convertirlo a su maldad: “Soy un agente del caos. ¿Te digo algo sobre el caos? Es miedo”. Sin principios, agenciando el caos y enardeciendo el miedo, ya tiene prevista la polarización entre quienes celebran y sufren sus villanías: “cuando las cosas se tuerzan, se matarán entre ellos”.  

Ese guasón encarna una forma de comportamiento común en este momento de este siglo, tan avanzado en tantos descubrimientos tecnológicos, tan seducido por maravillas como la IA. Hay guasones camuflados en disparidades sociales, guasones disfrazados en posiciones soberanas, guasones embebidos en gobiernos y poderes de Estado. Consideran que la construcción de su nuevo mundo solo es posible en la destrucción colectiva y que solo la ruina del pasado, cualquiera que este sea, permite el levantamiento de la novedad futura. Así que en la misión guasónica solo se conjuga un verbo: arrasar. 

“Hay personas que no buscan algo lógico, como el dinero –le dice Alfred a Bruce Wayne, mientras una imagen de “El guasón” parpadea cínica en un monitor–. No se las puede comprar, ni amedrentar, ni hacer entrar en razón. Algunas personas solo quieren que el mundo arda”. 

En algún instante creo que es Alfred, también, mayordomo oráculo, Yoda y maestro Jedi de Batman, quien afirma que el asunto no es otra cosa que un capítulo más de la milenaria batalla entre el bien y el mal que comenzó en El Paraíso. Pero yo, de verdad, no me meto en esas honduras. Sobre todo, ahora, que aterrizo de golpe en este mundo.