El irrepetible crítico gramatical Roberto Cadavid Misas, “Argos”, se preguntaba con cierta jocosidad, quién era más pendejo, si el que prestaba un libro o el que lo devolvía. El destacado crucigramista y humorista bogotano Federico Rivas Aldana, “Fraylejón”, le rayaba así las espuelas, en El Tiempo, a un lector perezoso: “Si no se ha leído el libro que le regalaron en su cumpleaños, párese en él, y así, al menos, empezará a crecer”.
El brillante orador y escritor Augusto Ramírez Moreno, antioqueño como el famoso cazador de gazapos, de El Espectador, en su condición de “Leopardo”, sí prestaba libros a sus mejores amigos, pero los entregaba con esta salvedad, de su puño y letra: “Este libro es mío, mío, mío y de nadie más”. Lo mismo hacía con sus discursos políticos de enorme factura literaria.
Otro “Leopardo”, el caldense Silvio Villegas, sostenía que “nuestro sabio Rufino José Cuervo no tuvo más compañeras en su vida que las veintisiete letras del alfabeto”. El periodista Delimiro Moreno Calderón, biógrafo del ex presidente Marco Fidel Suárez, cuenta que el hijo de doña Rosalía, humilde lavandera de oficio, estudiaba en libros prestados, debido a su extremada pobreza, pero nunca sintió la tentación de quedarse con ellos.
El cronista Iáder Giraldo López –tambor mayor del grupo de “Los Gorilas”– decía que su colega Darío Hoyos no se había leído, siquiera, dos de los tres mosqueteros de Dumas, y que con todas las obras que el de Neira se abstuvo de leer se pudo haber alfabetizado a Indochina. (Lea la columna).
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