20 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

De buenas plumas 

Carlos Gustavo Alvarez


Por Carlos Gustavo Álvarez

De las muchas amenazas que rondan a la civilización que divaga confusa por el siglo XXI, guardadas ellas como heraldos de la Parca en la atroz caja de Pandora, la ausencia de energía es un espectro mayor (con hermanos siameses como la falta de agua y la hambruna subsecuente). Armagedón de caos colosal, imperioso, inapelable. Pues este mundo y toda su magia tecnológica, sus aparatos domésticos que distinguen el bienestar de la condición cavernaria, la iluminación, la vida misma –su alegría y sus sombras de muerte– dependen de este recurso todopoderoso. 

Pensaba en eso cuando galopa en el ambiente un posible racionamiento nacional, que, por casualidad, ya comienza con el agua en Bogotá. ¿La causa? La de siempre, mientras no sea sólido el respaldo de otras fuentes: el nivel de los embalses. Una especie de oxímoron pluvial, pues nadie alberga en el razonamiento elemental que eso pueda pasar en un país con aguaceros tan desmadrados y habituales como los que se desparraman en Colombia. 

Deslizándome por el tobogán de las minucias, sin dejar de ser consciente del impacto económico y social que desencadenaría una medida energética de ese calibre, llegué al punto de verme sin computador y sin internet en espacios indeterminados del día y de la noche. Y quiero significar con eso que como escritor perdiera los dos artilugios supremos con los que la invención humana nos ha dotado para pergeñar cómodamente nuestros escritos, como todavía llamo a lo que hoy no es otra cosa que un archivo de Word. 

Aclaro, eso sí, que ambas maravillas tienen sentido al servicio del talento y del trabajo mular de cada cual, lo que Truman Capote refería así en el prólogo a “Música para camaleones”: “un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. 

Entonces, arraigado en la metáfora de sentirme retornando al pasado milenario, me vi escribiendo con la pluma de ganso que sustituyó al cálamo, en papeles forjados en el hervor de trapos viejos, mi mano yendo y viniendo del tintero desfalleciente y alumbrado por una vela salvífica, si en la noche todavía me quedaba algo del numen que me había irradiado con la luz del día.  

No nacieron y se consolidaron de otra forma la mayor parte de las grandes obras literarias de la humanidad. Para ilustrar lo que se toma más de un largo milenio, así se gestaron, mencionadas a vuelo de pájaro, las obras de Cicerón, Marco Aurelio, Julio César, Séneca, Platón, los chinos ilustres, los evangelistas, los infatigables copistas medievales, y de ahí pasando en un salto elongado a Cervantes y Shakespeare, y luego llegando a Dostoievski y Tolstoi y Alejandro Dumas (que pulió libros como “Los tres Mosqueteros” y “El Conde de Montecristo” sobre textos que un hombre llamado Auguste Maquet le escribió en la sombra), Balzac y Flaubert, Víctor Hugo y Dickens, hasta llegar a Mark Twain. Este aseguró haber sido el primero en servirse de la máquina de escribir, inventada en 1868, para teclear “Las aventuras de Tom Sawyer”, en 1876. 

Fui un buen alumno de caligrafía en el colegio, juicioso en la manufactura de trazos y de planas. Pero, sobre todo, y como mi hermana, siendo discípulos de las fulgurantes escrituras de mi mamá y de mi abuelita, no podíamos ser ajenos a esa maravilla de preciosismo manual. De hecho, mi mamá joven y bella, exiliada para siempre de Venadillo (Tolima), de su avena bienhechora y del calor ardiente, y llegada con mi abuelita María para sobrevivir en la penumbrosa Bogotá que discurría anterior al torrentoso 9 de abril de 1948, pudo conseguir trabajo gracias a su letra fastuosa –que acompañaba con una ortografía competente y la redacción brillante– y a sus números de lujo que otorgaban encanto cursivo de arte pictórico a los libros de contabilidad. 

No recuerdo desde cuando comencé a llevar cuadernos de notas, a los que siempre enriquecí con recursos de colores. En ellos escribí antes de que mi mamá me regalara con su esfuerzo admirable una máquina portátil marcada con una calcomanía “Remington”, que a pesar de su procedencia hechiza y sanandresana fue mi compañera hasta hace pocos años. Allí tecleé las primeras columnas que llevé a El Tiempo a Daniel Samper Pizano y que él le pasó a Germán Manga y… y de eso hace ya 42 años. 

Entonces, en el edificio del periódico que están tumbando ahora para levantar una urbanización redituable, campeaban las máquinas de escribir. Recordarán mis compañeras y compañeros de la redacción de entonces y que ahora me siguen en estas notas, que escribíamos los artículos en las cuartillas, que no eran otra cosa que la cuarta parte de un pliego de papel periódico (original y copia con el respectivo papel carbón entreverado).  

Con la muy pronta llegada de los computadores a El Tiempo –unas máquinas pasmosas con una pantallita en la que titilaban unas letras blancas sobre fondo verde, según recuerda mi daltónica memoria–, poco a poco dejamos de llevarle las cuartillas al inolvidable Guarino Caicedo o de pasarlas al poeta Rogelio Echavarría, sin dejar de acudir a la corrección sabia del maestro Bonilla o a la mirada contemporánea de Parrita. 

Fui designado director de la revista Elenco, y cambiaron tantas cosas en mi vida, pero significativamente, la remuneración. Hice un viaje a los Estados Unidos para encontrarme con mi amigo Fernán Martínez Mahecha, que había migrado a Miami su talento y su imperecedera capacidad de trabajo para propulsar a Julio Iglesias en su titánico propósito de conquistar el mundo entero. Compré una laptop Tandy en RadioShack de Coral Way, maravilloso artefacto de aquella época signada por el disquete y por crípticos recursos como el procesador de textos WordPerfect. Dulce armatoste, que, por supuesto, nada tiene qué ver con el MacBook Air de nuestros días ni con Windows, pero que, cuando lo llevaba campante por ahí me hacía sentir no solo precursor del futuro tecnológico sino, por poco, selenita habitante del astro tutelar. 

Pero ni la máquina de escribir eléctrica, ni la ternura del Tandy ni los prodigiosos computadores de nuestros días pueden defenderse solitos, sin la energía. Habrá cargadores y baterías de reserva, artilugios de presunciones solares, pero la ausencia del recurso portentoso nos devuelve sin piedad a los ámbitos pétreos de Altamira, a las grutas misteriosas de la Capadocia, a la mismísima Cueva Wonderwerk. 

O simplemente a los tiempos que he relatado al referirme a la escritura y al libro, aquellos que han copado la insomne historia de la humanidad (bien referidos en el embeleso de Irene Vallejo llamado “El infinito en un junco”). El computador, como lo conocemos hoy y lo haremos en el futuro inminente, solo representa una pizca de vida, aunque signifique siglos enteros de progreso. Me despido así, con mi pluma de ganso, mis papeles borroneados, mi tintero de escritor pertinaz y como describió Capote sorbiendo con su propia cicuta el rigor disciplinario de este oficio, “solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio”.