19 mayo, 2024

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Crónica # 324 del maestro Gardeazabal: Cuando la vida es un buñuelo

@eljodario 

Por estos días de navidad, cuando en mi infancia veía amasar buñuelos para seguir los dictados tradicionales de misiá Hortensia, la bisabuela repostera, he estado amasando mis recuerdos. Tal vez lo haga con nostalgia. Quizás con mala memoria. He hecho mucha cosa y si a mí se me olvida cuanto fue, qué dirán mis lectores y oyentes que ni se enteraron en su momento. Hago la lista y veo que no me caben en estos 2.000 caracteres. Pero los dejo pasar como ráfagas y me veo sentado en una madrugada espantando con avidez el trasnocho eterno de Juan Rulfo en una suite del Hotel Inter, mientras me confesaba que no dormía de noche porque temía que el aneurisma cerebral que portaba desde niño se le fuera a reventar. 

En otro flash del tiempo y en el olvido me veo bebiendo con Manuel Puig en un restaurante para camioneros de la carretera a Armenia mientras el coquetea a uno de ellos, grotesco chofer de una gigantesca tractomula, y lo convence para irse a algún motel de la vera del camino. No soy capaz de ir tan rápido sin imaginarme el furor del novelista argentino, que en sano juicio era una señora decimonónica. Pero me estallan los recuerdos de una de las dos veces que traje a Vargas Llosa, y las señoras de la revista Vivencias me lo querían arrebatar como si yo fuera algo más que el anfitrión. Vino con José Miguel Oviedo, el espigado y luminoso crítico peruano, tan alto y tan bien hablado como vino en otro momento Luis Rafael Sánchez, el novelista portoriqueño, tan extrañamente parecidos en verbo y actitud. Todo es fugaz. De pronto me parece ver en un recodo de La Tertulia de entonces a Issac Chocrón, el dramaturgo venezolano que me ensartaba recuerdos con opiniones díscolas para que no lo olvidara. Y por ahí debajo del grande y ancho portón que fue mi destino, amaso dos momentos distintos y distantes el uno del otro como si fueran uno solo para buscarme las huellas que me dejaron ver frente a mí la imponencia física y espiritual de Camilo José Cela y la milenaria mirada don Agustín Yáñez, el entonces ministro de Educación mexicano, autor el uno de “La colmena” y el otro de “Al filo del agua”, las dos novelas que más me impactaron en mi adolescencia literaria.  

No sé cómo ni con qué traje todos esos personajones a Cali en épocas ya tan lejanas, pero todos vinieron convencidos. Fue una época que quizás mis biógrafos tendrán que reunir en cuatro renglones para no tener que reír maliciosamente como lo hizo José Donoso cuando me salió a bailar salsa en el mariqueadero de Pine Manor.  

De no, habría que lograr lo que Juan Diego Mejía armó entre Jaime Bayli y yo, en una Fiesta del Libro de Medellín, para que el youtube recién descubierto nos eternizara aquél inolvidable diálogo de lenguas viperinas.  

¡Qué buñuelo de vida que he vivido! 

 

Escuche al maestro Gustavo Alvarez Gardeazábal.