1 mayo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Contraplano: Unas retóricas presidenciales

Orlando Cadavid

Por Orlando Cadavid Correa 

Los colombianos nos hemos venido acostumbrando a la retórica del diminutivo a la que suele apelar el ex presidente Álvaro Uribe Vélez en algunas de sus intervenciones públicas, especialmente en sus extenuantes consejos comunitarios o cuando se somete -antes o después de un acto público- al fogueo del enjambre de periodistas que lo siguen a todas partes. 

Porque conocemos al mandatario desde su remota época de director de la Aeronáutica Civil, creemos que, en su caso particular, el empleo coloquial de esta categoría gramatical, que -según los lexicógrafos- indica menor tamaño, o valor afectivo o cariñoso, no es algo estudiado ni calculado, con lo que se pretenda deleitar, persuadir o conmover, sino que es fruto del ambiente en el que se crio, educó y formó. 

Si en alguna región colombiana abunda el diminutivo en la forma de expresarse es en campos, pueblos y ciudades de Antioquia, la cuna del ex presidente, que suele llamar viejita a doña Lina Moreno, su mujer, la serena mamá de Tom (Tomás) y Jerry (Jerónimo). En estas brechas maiceras, desde los tiempos del mariscal Jorge Robledo este recurso ha sido parte esencial y propio de la vida y del lenguaje cotidiano. 

El aprendizaje comienza desde la cuna, instalada durante los primeros meses en la alcoba matrimonial.  El recién llegado al mundo oye hablar a los mayores a partir del primer día de su existencia con una copiosa utilización de diminutivos pronunciados por quienes se hallan en su entorno.  El bebé es el bebecito que estrena cunita, almohadita, cobijita, biberoncito ó entretenedorcito. Si lo han puesto Álvaro, cómo se llama su padre, le dicen Alvarito. Mamá es mamita, papá es papito, y los abuelos, abuelitos.  Si la criaturita duerme, madre, tías y hermanas mayores dicen al ‘parvulerío’ que juega por los corredores de la casa que no hagan bulla, que el rorro está dormidito o echándose un sueñito. Y en medio de esta vieja costumbre de empequeñecer las palabras, el hombre crece, se reproduce, vive inmerso en un extenso repertorio de diminutivos, y muere. 

Resulta bien natural, entonces, que el doctor Uribe en sus intervenciones públicas les pida a las “Farc” un “chancecito para mi gobierno”, a fin de tratar de negociar la paz, aunque antes hubiese calificado como “bobaditas” los mensajes de la guerrilla; que vislumbre una futura Colombia sin subversivos y que diga que quienes persisten en la lucha armada se van a quedar “aisladitos y solitos”; que aconseje a sus paisanos que cuiden como una “joyita” a las Empresas Públicas de Medellín; que al defender sus medidas económicas, diga que espera que ellas “generen una mejor situación para sus hijitos”; que en el incendiado barrio “La Mano de Dios”, de Medellín, haya ofrecido apoyo a los damnificados “para que ustedes puedan empezar a reconstruir sus casitas”; que reconozca que le ha tocado gobernar con una chequera muy delgadita y saltando matones,  y que pida a “los alcaldes que están quedaditos” que trabajen más para buscar los votos a favor del referendo. 

Hagamos notar, sin embargo, que en su encontronazo verbal con el líder sindical vallecaucano en Cali le faltó decir al presidente: “Jalémosle al respetico”, frase que los antioqueños pronuncian antes de irse a las manos, “para que nos rompamos el alma, si sos muy machito”. 

Para la gente del país paisa, el diminutivo tiene su encanto y su efecto. Cuando un antioqueño le lanza un sablazo a un amigo, no le habla de pesos, sino de pesitos, porque está convencido de que el diminutivo le asegura el desembolso y le despeja el camino para salir airoso en su solicitud de préstamo. 

Si está en plan de conquista con alguna dulcinea, no le pide un beso, sino un besito, y si es más lanzado o quiere llegar más lejos, la invita a ir un rato a pegar una bailadita, en una discotequita, o a un motelito para compartir bien riquito por un ratito que, si el casanova de turno tiene suerte y éxito, se convierte en un apasionado ratote (o un rato grande). 

Ante el jefe de la oficina, el paisa también despliega su arsenal de diminutivos:  en vez de permiso, pide un permisito para llegar más tardecito o salir más tempranito. O un aumentico en vez de aumento, o un ascensito en vez de un ascenso. 

Los viernes se va de rumba con su noviecita a tomarse unos guaritos o unos chorritos.  Si no tiene platica, va a la taberna de un ‘parcerito’ que le da valecito.  Los sábados amanece enguayabadito y antes del medio día participa con sus amigos en un asadito rociado con cervecita bien fría. Por lo visto, vivimos -y nos amañamos mucho- en el reino del diminutivo. 

En muchas partes del país son bien famosas estas cuatro mentiras de inequívoco sabor paisa, que tienen sus diminutivos bien entreveraditos, como para que surtan efecto:  

1. Préstame 20.000 pesitos que mañana te los pago. 

2. Juro por Diosito santo que no vuelvo a beber. 

3. El primero de enero dejo el cigarrillito. 

4. La puntica no más. 

La apostilla: Colombia cambia cada cuatro años de presidente y también de muletilla presidencial. La de Turbay era “Evidentemente y de análoga manera”. La de Belisario fue la del “Sí se puede”. Vino luego Barco con sus “Compatriotas solidarios”. Le tocó el turno a Gaviria con el “Yo creo, ciertamente”.  Apareció después Samper con el consabido “Aquí estoy y aquí me quedo”. Siguió Pastrana con su “Muy claramente y muy rápidamente”. Y ahora tenemos a Uribe con su verbo por triplicado: “Trabajar, trabajar y trabajar”.