Por Sandra Milena Alvarado P.
En el siglo XIX, buena parte de América Latina aprendió a comportarse en sociedad con un librito de cabecera: la Urbanidad de Manuel Antonio Carreño. Detrás de sus normas rígidas había una idea sencilla: la convivencia se aprende.
Hoy nadie lee a Carreño, pero pareciera que tampoco aprendimos a convivir. Creemos que la ciudadanía viene incluida con la cédula y el acceso a internet, y basta abrir cualquier red social para ver que no es así.
En teoría, casi todos queremos lo mismo: un país menos corrupto, más seguro, con más oportunidades. En la práctica, el “debate público” se parece más a una barra brava que a una conversación democrática: insultos personales, descalificaciones morales, linchamientos digitales y personas convencidas de ser dueñas de la verdad, repartiendo certificados de patriotismo desde el teclado.
Lo paradójico es que muchos de los que exigen “unidad” a los candidatos son incapaces de sostener un desacuerdo civilizado entre ellos. Reclaman grandeza en los líderes mientras cultivan pequeñeces en el tono, en las formas, en las palabras. Piden puentes arriba y levantan muros abajo.
No somos ciudadanos, somos fanáticos con derecho al voto. Y un país lleno de fanáticos difícilmente va a producir líderes moderados.
Nos hemos acostumbrado a una lógica en la que discrepar es sospechoso, matizar es traicionar y cambiar de opinión es un pecado imperdonable. El que duda es tibio, el que escucha al otro es ingenuo, el que no grita lo suficiente es cómplice. No hay adversarios, solo enemigos; no hay ideas equivocadas, solo “vendidos”, “corruptos” o “idiotas útiles”.
¿De verdad creemos que de ese ambiente puede salir la unión que decimos querer?
La unidad no se decreta ni se fabrica con una foto de campaña. Es una cultura. Y esa cultura empieza mucho antes de que los candidatos firmen acuerdos: empieza en cómo discutimos en la mesa de la casa, en el grupo de WhatsApp, en la oficina, en el barrio. Empieza en cómo tratamos a quien piensa distinto.
Si cada conversación política se convierte en una competencia para humillar al otro, la unidad es imposible. No porque falten discursos, sino porque sobran egos. Los mismos egos que dificultan las coaliciones entre partidos son los que impiden el diálogo básico entre ciudadanos. No son mundos separados: la política de arriba refleja, en buena medida, el carácter de la sociedad de abajo.
Tal vez necesitamos, otra vez, un manual de urbanidad. No uno que explique qué cubierto usar, sino uno que recuerde que hay límites en la forma de tratar al otro, incluso cuando estamos convencidos de tener la razón. Una especie de “urbanidad ciudadana” para redes sociales y para la vida diaria.
Un manual que diga, por ejemplo, que no todo el que piensa distinto es enemigo del país. Que criticar a un líder no es odiar a la patria. Que se puede defender una causa con firmeza sin convertirla en religión ni exigirle a los demás que se arrodillen ante nuestros argumentos.
Un manual que recuerde que la libertad de expresión no es una licencia para la crueldad, y que la valentía no consiste en escribir lo más hiriente posible, sino en ser capaz de sostener una conversación difícil sin destruir al otro.
En este contexto, resulta llamativo ver a quienes, con una mano, exigen a los candidatos: “bájense de los egos”, “piensen en Colombia”, “hagan pactos por el país”, y con la otra mano incendian comentarios, difaman, niegan al otro el derecho a equivocarse o a cambiar de posición. Ese delirio político tiene un costo: nos convence de que el problema siempre es el otro, nunca nosotros.
Es cierto: Colombia necesita líderes que sepan tender puentes, hablar con orillas distintas y evitar los extremos. Pero también es cierto que esos liderazgos no florecen en un terreno abonado por el fanatismo. Si convertimos cada matiz en traición y cada acuerdo en sospecha, terminaremos premiando al más radical, no al más responsable.
Tal vez el próximo gran cambio que necesita Colombia no sea sólo de gobierno, sino de ciudadanía. Recuperar la capacidad de disentir sin odiar, de escuchar sin rendirse, de reconocer un mérito en el adversario sin sentir que por eso perdemos.
No se trata de volver a una cortesía hipócrita. Se trata de algo más profundo: entender que sin una mínima urbanidad cívica la democracia se vuelve inviable. Que sin una cultura del respeto, cualquier llamado a la unidad será sólo eslogan.
Carreño enseñaba cómo comportarse en la mesa. A nosotros, el siglo XXI nos está pidiendo algo más difícil: aprender a comportarnos en la arena pública. Tal vez el verdadero acto de amor por Colombia, en tiempos de rabia y ruido, sea empezar por ahí.


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