19 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

¿Y si el cebollero no va por la cebolla?

Jorge Alberto Velasquez Pelaez

Por Jorge Alberto Velásquez Peláez

Quizás resulte impreciso el título de este artículo pues no sé si el “empresario” conocido como “el cebollero” compra y vende cebolla, y siendo así, tampoco sé si tan brillante ejecutivo del agro vaya hasta los pueblos por ese producto, o por otros renglones agropecuarios que quizás comercialice.

Pero utilizo ese nombre porque no encontré, con tanto prestigio, a ningún papayero, platanero o tomatero, y los aguacateros, tan de moda, se dedicaron a vender en el exterior para permitirle en el futuro a Gustavo Petro decir que tenía razón cuando dijo que ese producto era más importante que el petróleo.

Debo reconocer además que tampoco sé si el mencionado empresario -el cebollero- se dedica a la cebolla morada, a la cebolla junca o larga, o a la que importamos de China, Perú, Holanda, Ecuador y Chile; y por tantos “no sé”, le ofrezco a Usted mis sinceras disculpas, incluida una más, si me equivoco al escoger la cebolla morada para ilustrar la triste situación de nuestros campesinos, no solo cebolleros, que sufren todos por igual.

Las palabras igualdad y equidad, tan utilizadas por nuestros políticos y gobernantes, son muy aplicables a la situación real de nuestros campesinos, pues todos están igual de jodidos y reciben prácticamente lo mismo, casi nada, respecto a sus esfuerzos y a su trabajo, mientras con menos esfuerzo y con menos trabajo se enriquecen intermediarios y comerciantes.

Diariamente ingresan a la mayorista de Itagüí 500 camiones con productos agropecuarios -el doble de esa cifra en Corabastos en Bogotá- y aunque llegan varios camiones con cebollas, quizás ninguna de ellas le fue comprada a Don Bernardo, el jefe de una de las siete mil familias de Ocaña que viven del cultivo de ese producto, pero sí pudo haber sido comprada toda esa cebolla a exportadores chinos, peruanos o chilenos, o a contrabandistas que la traen desde Ecuador.

Don Bernardo tuvo que vender su cosecha al precio que le impuso el tradicional intermediario, y seguirá sembrando semillas y sueños, cosechando cebollas y esperanzas, y recibiendo como pago miserias y desagradecimientos, injusticias y centavos, con sus propias promesas de un mejor mañana, y las promesas gubernamentales de siempre, las cuales nunca tendrán un mañana.

A los cocaleros, que son también campesinos, se les pide abandonar ese cultivo tan rentable para dedicarse a la producción de chontaduros, los cuales no verán antes de tres años para venderlos en las calles caleñas, entre multas por violación de espacio público.

14,8 millones de colombianos, según el DANE, se reconocen como campesinos, y están a la espera de que se les escuche y ayude, en un país cuyo modelo de desarrollo económico está concebido para las grandes ciudades, para los grandes empresarios, para los banqueros y contratistas.

Hace muy pocos días, cuando el Congreso debatía sobre la ley que finalmente redujo el tiempo máximo de pago de las grandes empresas a las medianas y pequeñas, el Ministerio de Comercio salió a la defensa de las primeras, sin rubor y sin timidez, como cualquier desvergonzado fiscal general de la República. Si con tanto ahínco el gobierno defendiera a los campesinos, avistaríamos algún futuro para una nación que es rural en un 94%.   

Podría continuar, utilizando muchos datos sobre producción agropecuaria, programas y proyectos gubernamentales en relación con el campo, experiencias exitosas de países similares al nuestro en beneficio de campesinos, y podría también criticar de nuevo la ausencia de una política nacional de desarrollo agropecuario. No dedicaré tiempo a nada de lo anterior, pues sería como “arar en el desierto”, o mejor, sería como “sembrar en Colombia”. Pero no puedo callar que hoy, en tiempos de emergencia por el coronavirus, ha crecido como un virus la insensibilidad de los intermediarios que compran al precio que se les viene en gana para maximizar sus beneficios, y muchos de ellos ni siquiera se acercan a los campesinos, quienes en la soledad de sus propias cuarentenas ven perder sus cosechas, con la incertidumbre de sembrar nuevamente para perder de nuevo, o de no sembrar para morir de hambre.

A pesar de lo anterior, hay gente buena, hay empresas buenas, hay quienes se preocupan por el campo.

28 familias campesinas de los corregimientos de Medellín están comercializando sus productos a través de un aplicativo de la Alcaldía; en la estación Báscula de Terpel, en Tenjo, funciona desde el pasado sábado un mercado campesino; Huertos de la Sabana es un programa privado que busca evitar que los campesinos se vean obligados a aceptar precios demasiado bajos por sus agro productos; e increíblemente, el gobierno le adiciona uno más a sus programas de rimbombantes nombres y de poca efectividad, estas vez con “El Campo Emprende” y algunas ayudas y subsidios de gran publicidad, pero de difícil acceso.

Algunos de estos programas ayudan, no hay duda, pero no se trata de aliviar la situación de Don Bernardo, sino la de las siete mil familias cebolleras de Ocaña. No es montar unos toldos en una vía principal de una de nuestras ciudades para que los campesinos vecinos vendan allí sus productos una vez por semana, ni permitir que de vez en cuando las grandes superficies permitan que sus vendedores luzcan carrieles y ponchos.

No hay que ver la compra que le hacemos a un pequeño productor como un acto de generosidad de nuestra parte, ni a un alcalde que fomenta las huertas caseras como un gran benefactor.

Colombia necesita que el campo sea el motor del desarrollo nacional, pues es lo que tenemos, es lo real, es donde están las verdaderas oportunidades de lograr con exportaciones las cifras que jamás lograremos con los cientos de programas de emprendimientos que tenemos, ni con el internet de las cosas, ni con la exportación de servicios.

Colombia puede lograr en el mediano plazo ventas externas de productos agropecuarios por valor de cinco a seis mil millones de dólares, y eso jamás lo lograremos con ninguno de los sectores de nuestra producción actual.

Pero hay que apoyar al país rural con capitales semilla, alianzas estratégicas, coinversiones, asociatividad y cooperativismo, cooperación técnica y económica internacional, inversión extranjera directa, inteligencia comercial, créditos blandos y de larguísimo plazo, cadenas domésticas y globales de valor, y compañías decentes de comercialización. Y, sobre todo, con respeto por el campesino colombiano. (Opinión).