29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Viernes de los oficios

Por Oscar Domínguez G. (foto)

Viernes de los moficios: Los Eslavitas, reporteros judiciales

Hablábamos de ellos en diminutivo, y en plural, como si no existieran autónomamente. Eran como mellizos, gemelos que nacieron con años de diferencia.

Iban juntos como el punto y coma. O como Don Quijote y Sancho, Laurel y Hardy. El uno sin el otro eran como si la diéresis solo tuviera un puntico.

Físicamente, parecían de padres y madres diferentes. Su árbol genealógico despejaba dudas.  Se necesitaban como el hipopótamo a su hipopótama.

Sospecho que iban a la misma misa, confesaban idénticos pacíficos pecadillos, comulgaban con la misma hostia.

Para Rafael y Luis Eduardo Eslava siempre era 9 de febrero, día del periodista. Se gozaban el oficio. (“Torciéndole el cuello al cisne”, parecían la versión bogotana de Don Upo, un célebre cronista judicial paisa).

No les interesaba la inmortalidad, el bluf, el glamur de ser periodistas. Hacían bien y correctamente su trabajo, que es de lo que se trata. Asumieron la sencillez y el bajo perfil como receta de vida.

No estaban hechos para el coctel, la estridente figuración, el “yomelassetodas”, el usted “nosabequiénsoyyo”. No alardeaban de hacer más espuma y tirar el chorro más lejos, vanidades afines a este oficio de todos los segundos.

Suscitaban una mezcla de respeto, admiración y envidia. Su vida transcurría de la casa a la máquina Remington en la que escribían sus cuartillas con dos dedos. Los chuzógrafos regalan los demás dedos.

Vivían enfundados en “sendas” gabardinas. Debían vivir juntos, en el mismo cuarto, en la misma cama. Seguramente comían del mismo plato, bebían del mismo vaso. La proletaria gripa les daba y se les quitaba a los dos al tiempo.

Se angustiaban y alegraban por lo mismo. Compartían complejos. Así eran de llaves, de parceros, y espero no estar calumniándolos. Si los calumnio, es con cariño y respeto.

Peleaban por un verbo, un adverbio, un sustantivo. O por el enfoque que le darían a su noticia de baranda. O de las Cortes.

Rafael, regañón, delgado como la primera frase del Génesis, escribía a paso de ganso. No tenía prisa. Fumaba. Luis Eduardo, de bogotanísimo chaleco siempre, le dictaba a su hermano. Sonreía como si llevara el cielo entre el bolsillo.

Provocaba agarrarlos a picos, invitarlos al bar de la esquina, conseguirles novia. La suya era una bohemia pacífica, de agua aromática. O de aguardiente con su logia de veteranos a la que nunca estábamos invitados.

No se juntaban con los anticristos de la redacción. Éramos demasiado guaches para su elegancia, amabilidad, caballerosidad.

Eran silenciosos a morir, un oasis en el desorden de la redacción arrullada por la música de fondo de los ruidosos teletipos de AP, UPI, Efe, France Press.

Se ponían felices cual pareja de recién divorciados cuando conseguían una chiva, alguna sentencia, un muerto insólito, un atraco con características rocambolescas.

No les importaba que sus cuartillas, pulcras, certeras, bien redactadas, fueran a dar a los noticieros locales, cuando ya los oyentes habían volado.

En el nirvana donde se encuentren tecleando, va un abrazo rompecráneos para los viejos colegas de Todelar de los años sesenta.