
Por Andrea Domínguez
Rio de Janeiro. «Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta», escribió un original filósofo en el Cristo del Corcovado, ícono supremo de Río de Janeiro. De inmediato, el espontáneo grupo Ciudadanos Cariocas Indignados puso un queso de 5 mil reales de recompensa por información que conduzca a la captura de los roedores.
La policía presentó la foto de dos sospechosos sin ofrecer los detalles sobre cómo se llegó a ellos así que seis días después del acontecimiento, nada se sabe a ciencia cierta de los profesionales del aerosol que hicieron fiesta de mamarrachos en los cachetes art deco y los brazos abiertos de un monumento por el que pasan un promedio de 2.500 visitantes diarios, pero que en el día pico de este verano alcanzó a recibir 13.566 personas.
Aprovechando la soledad del Parque Nacional Tijuca, que está cerrado hace dos semanas por los derrumbes causados por las lluvias que mataron 270 personas en el Estado, los grafiteros del Cristo escalaron el jueves pasado los andamios instalados alrededor de la estatua que está en mantenimiento y escribieron sobre la estatua, probablemente durante el cambio de vigilantes.
Para Río, el Corcovado es mucho más que la mayor atracción turística. Es el vigía omnipresente e inmaculado. Es la mejor cara que puede poner la ciudad. Es el puerto seguro al que llegan todas las miradas erráticas que se dirigen al cielo desde los más inciertos rincones del asfalto.
El Cristo Redentor es el único que no se agacha ante una balacera. Y es el que después de la tempestad ofrece calma a todos por igual, cristianos o no. Verlo aparecer entre una bola de nubes negras no cambia la realidad, pero da un cierto alivio. Y es antes que nada, una escultura suntuosa; probablemente la figura de Cristo que menos tenga que ver con el sufrimiento cristiano.
Los ingenieros, diseñadores y escultores que empezaron a construirla en 1926 tuvieron la genialidad de convertir la cruz en el abrazo más famoso del mundo y la expresión agonizante de Jesús en una especie de sonrisa, enigmática al estilo de la Mona Lisa.
Además de la citada frase y de firmas indescifrables, tatuaron en uno de los brazos un asunto más sombrío: “¿dónde está Patricia?” Se refieren a Patricia Franco, de 24 años, desaparecida en 2008 bajo la vista impotente del Cristo Redentor y cuyo caso es una muestra de impunidad.
La afrenta llega en mal momento, inclusive para la familia de Patricia que rechazó el acto. Todavía en luto por la muerte de las víctimas de los deslizamientos y buscando casa para los 11 mil damnificados que dejaron los aguaceros, los cariocas sintieron la grafiteada del Cristo como una falta de solidaridad con la ciudad y como una agresión que hiere el símbolo más positivo de la sociedad.
Y no es que el Cristo se niegue a transmitir mensajes, pero tatuárselos en la piel es otra historia. Dos semanas atrás la escultura ya había sostenido una pancarta en defensa de las regalías del petróleo para el Estado de Río de Janeiro, que por un proyecto de ley están a punto de ser repartidas equitativamente con los todos los 27 estados de Brasil.
Más allá de «castigar a los vándalos», mantra que se repite por todos los medios de comunicación, el acto se ofrece como síntoma de lo que ocurre en Río una «ciudad partida», al decir del escritor Zuenir Ventura. Ciudad partida entre zona norte y zona sur, ciudad partida entre la favela y el asfalto. Entre quienes sienten los íconos de la ciudad como suyos y quienes los ven como ajenos, porque ajena es para muchos la ciudad de las postales.
Difícil pensar que este ‘performance’ sea un grafiti más o una simple travesura inocente de un par de atrevidos que disfrutan conquistando con su tinta el muro más vigilado, el monumento más inaccesible. Con su osadía, enviaron dos mensajes que como tantos grafitis, burlan la autoridad y cuestionan el statu quo, con el ingrediente adicional, de violar la pureza de un símbolo que se mantenía intacta.
Por ahora, la empresa de limpieza estrega el Cristo. En el aire flota la indignación y queda la pregunta para la cual nadie ofrece recompensa: por qué los ratones esperaron el menor descuido del gato para apropiarse, a su manera, de un espacio que teóricamente pertenece a todos y que todos estarían de acuerdo en proteger. (Crónica publicada en El Tiempo).
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