No se trata de ponerlo contra el paredón para que conteste un cuestionario interminable con preguntas de modo, circunstancia, tiempo y lugar, porque para eso se supone que están los jueces, aunque los suyos, como los de todos los altos dignatarios en Colombia, sean tan precarios y quizás nunca lleguen a la verdad.
No se trata tampoco de prejuzgarlo, como lo hacen los activistas y las barras bravas que, diga lo que diga, jamás le creerán. No es una cuestión de minar su prestigio internacional, que tanto trabajo le costó alimentar a lo largo de los últimos ocho años y hoy lo tiene dictando clases y conferencias en las universidades más reconocidas del mundo. No se trata de sabotearle los distintos reconocimientos internacionales o de dejar sin argumentos a sus amigos, que se la pasan diciendo que “nadie es profeta en su tierra” y que su trabajo ha sido más valorado en otros países que en el nuestro, porque “a los colombianos nos ha quedado grande entender su vida y obra”. (Lea la columna).
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