18 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Un café en Buenos Aires con Gustavo Álvarez Gardeazábal

@eljodario 

Por Pablo Di Marco 

La noche del 13 de noviembre de 1985 la ciudad de Armero quedó sepultada bajo una avalancha de barro, cenizas, azufre y cadáveres. La herida duele aún más cuando es sabido que la tragedia fue anunciada en repetidas ocasiones, y ninguna autoridad se preocupó por impedirla. Una de las voces que advirtió con mayor énfasis que el Nevado del Ruiz se hallaba al borde del estallido fue Gustavo Álvarez Gardeazábal , sin embargo, jamás fue escuchado. Cinco años después del drama, Gardeazábal, que por ese tiempo era alcalde de Tuluá, le robó horas al sueño para escribir durante las madrugadas lo que sería su testimonio de la catástrofe. 

Hoy el Fondo Editorial Unaula nos acerca una cuidada reedición de Los sordos ya no hablan, la novela  que describe con maestría hasta qué punto la ceguera y la desidia pueden dar por resultado  la mayor tragedia natural de toda una nación. 

—Reencontrarse con un libro escrito años atrás se parece a reabrir un viejo álbum de fotos, uno no sabe si las imágenes que estamos a punto de ver nos provocarán felicidad o tristeza. ¿Qué sentimientos le despertó reencontrarse con Los sordos ya no hablan treinta años después de su publicación? 

GA: Lo escrito, escrito está, y solo forzado por las circunstancias, por los traductores o, como en este caso, por una nueva edición, vuelvo a leer mis textos. Con Los sordos ya no hablan fue descubrir que mi intuición no se ha averiado con el paso de los años. Tenía la impresión de que era una novela capaz de ser perenne con los años, como lo ha sido Cóndores, y al releerla lo confirmé. Las palabras elogiosas y las reseñas amables que se han escrito sobre esta nueva edición me dan la razón. 

—¿Sabe qué creo, Gardeazábal? Que la Colombia de 1990 no estaba preparada para leer esta novela, ya que aquel país no quería remover el drama de Armero. Y tal vez ahora, los treinta años transcurridos le permitan a muchos lectores descubrir (y redescubrir) este libro bajo otra perspectiva. 

GA: Es así. Pablo. El país no juzgó a tiempo el descuido del gobierno de Belisario Betancur, que manejo muy mal tanto la masacre de la Corte Suprema como la tragedia de Armero, que sucedieron en la misma semana. Y cuando cinco años después se publicó esta novela, primó el olvido sobre el debate revivido. 

—Y a eso se suma otra cuestión: al momento de la publicación de esta novela, usted era alcalde de Tuluá y recibía críticas por traicionar la escritura por la política. 

GA: Exacto. Estaba de por medio el malestar de mis lectores de que yo los traicioné por meterme a la política, me querían solo como escritor. Y yo leí aquello al revés. Creí tontamente que escribiendo una novela siendo alcalde, les iba a confirmar que seguía siendo escritor. Fue una equivocación rotunda que ahora, con el éxito de Los sordos ya no hablan, me hace mirarme otra vez ante el espejo y entender en mi incapacidad de cuan poco valoro mi obra literaria. También es posible que, como son muy poquitos los colombianos menores de cuarenta y cinco años que tienen una idea de lo que fue Armero, este libro sacie esa curiosidad. 

—¿Cuál fue la primera vez que tuvo la sospecha de que el destino de Armero no era otro más que la tragedia?  

GA: Mis estudios sobre la tragedia griega cuando estaba en la Universidad del Valle no me dejaban clasificar como tragedia lo que no había sucedido. Me limitaba al oficio de Delfos  modelo 1983 advirtiendo la magnitud de lo que podía pasar pero no intuyendo la torpeza múltiple. Pero fui tan insistente  que, con el paso de los años y sucediendo situaciones iguales en donde advertía lo que se veía venir en muchos otros campos de la vida nacional, y se repetía que no me acataban y después sucedía, tuve que admitirme a mí mismo que poseía unas antenas especiales de esas que ahora llaman algoritmos. 

Si los políticos fuesen más intelectuales y cultos tendríamos otra manera mucho más eficiente de manejar los estados.  

—En un pasaje de la novela usted señala que en Colombia “jamás les preguntan a los intelectuales lo que deben hacer, y pocas veces les aceptan sus análisis o críticas”. ¿Usted entró a la política para seguir escribiendo por otros medios? ¿O usted escribe como un modo de seguir haciendo política? 

GA: Si los políticos fuesen más intelectuales y cultos tendríamos otra manera mucho más eficiente de manejar los estados. Y si los intelectuales no se adhirieran con tanto frenesí a las ideas políticas, tendríamos una evolución de la ideas como fruto de la compaginación de intelectualidad y política, y unos gobiernos cargados de imaginación e incluso de humor. 

Los sordos ya no hablan es una obra trágica e histórica, pero hay un punto que se suele pasar por alto: Los sordos ya no hablan es también una novela de amor. ¿Por qué decidió acentuar esa faceta? ¿Para ahondar el drama, o para volverlo algo más soportable? 

GA: Por la misma razón de mis estudios sobre la tragedia griega que me llevaron a sacar conclusiones de lo que no tenían las clásicas. La instrumentalización del amor y del humor estaba prohibida para griegos y romanos dentro de los estrechos moldes que exigían para desarrollar las tragedias. En Los sordos el humor no es abundante, pero es negro (como con la perra pastor alemán en reemplazo del sismógrafo, o en el peluquero gay que se va a hacer el amor a Mariquita la noche en que cae la bombada). En Los sordos el amor se vislumbra en unas cartitas de enamorados que, leyéndolas ahora, cuando ese vicio se olvidó con la edad, me hacen vibrar como cuando me enamoré tantas veces en la  

—¿Por qué no cayó en la casi inevitable tentación de convertir a Omayra en protagonista de su libro? 

GA: Porque yo siempre he ido contra la corriente. Lo de Omayra fue doloroso al extremo, pero borró la tragedia de los miles de muertos, de los miles de hogares desbaratados, de los niños extraviados, de los  gobernantes idiotizados… En esa trampa cayeron casi todos. Quizás yo sea el único que la evadí, por ello esta novela sobrevive con tanta fuerza. 

—Y ya que estamos hablando de Omayra. ¿Es posible que el mito que se formó alrededor de aquella niña haya lavado las culpas estatales de la tragedia de Amero? 

GA: El mito, habilísimamente montado por ese cronista sin igual que ha sido Germán Santamaría, fue de crecimiento exponencial, como bola de nieve bajando desde lo alto de la loma, hasta el punto que el Consejo de Estado finalmente declaró no responsable al gobierno de lo que allí ocurrió. 

—El de Armero fue el mayor pero no el único drama que usted le advirtió al pueblo colombiano. ¿Por qué nos empeñamos en ignorar (e incluso ridiculizar) a quien nos advierte lo que vendrá? 

GA: Las Casandras siempre han existido. Quienes hacemos previsiones fruto de la observación minuciosa, del conocimiento profundo de los temperamentos, y de la habilidad para construir perfiles sobre pueblos y personas, solemos quedar cubiertos por un manto de descrédito y de ciencia ficción. Afortunadamente ahora le dan mucha importancia a los algoritmos, y eso es en el fondo lo que he sido yo: un algoritmo natural de Tuluá, no más. 

—Quien lea Los sordos no olvidará al padre Osorio, quien apenas comienza “la bombada” huye en su carro antes que asumir su papel de guía y salvar al pueblo. Usted se reencontró con el padre Osorio, ¿no es así? 

GA: Hace unos años, en una visita mía muy publicitada en Ibagué acudió al Hotel Ambalá, donde yo me encontraba alojado, un cura que no se identificó en la recepción. Cuando lo atendí me topé con un sacerdote envejecido a quien se le veían las arrugas dolorosas de la vida y, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, me dio la mano y me dijo con firmeza ecuménica: “Señor Gardeazábal, yo soy el padre Osorio de su novela. Yo no huí. En Armero murió mi madre.” 

—¿Y qué sucedió? 

GA: Reventó a llorar mientras daba media vuelta y se alejaba. 

—¿Volvió a saber de él? 

GA: Nunca más el padre Osorio se volvió a dejar ver por la prensa o por la opinión pública. 

—¿Qué imagina que sucedió con él? 

GA: Bien podría estar vivo, todavía rumiando su vergüenza. 

—Armero despareció, pero el Nevado del Ruiz sigue siendo una amenaza para los cientos de miles de habitantes que viven en pueblos cercanos. ¿Qué aprendió Colombia de aquella catástrofe? 

GA: Un año después de la tragedia el gobierno nacional instaló los sismógrafos que con tanto desespero piden en mi novela, y desde entonces hacen un monitoreo con cámaras y sensores de todo tipo tanto en ese volcán como en los más  activos de Colombia. La que no ha aprendido es la gente. En Chinchiná volvieron a construir al lado del rio, y me dicen que donde quedaba Armero han vuelto a dejar construir viviendas. 

—Quisiera apartarme de la reedición de Los sordos ya no hablan para hacerle dos preguntas finales. Hace cuestión de días comenzó a recomendar libros en el noticiero de Telepacífico de los domingos a la noche. Me parece destacable que, aunque sea por una vez, lo importante se imponga a lo urgente. ¿Qué tal está resultando la experiencia? 

GA: No es la primera vez que lo hago. Por muchos años mantuve la crítica de libros en el suplemento dominical de El Colombiano. Ahora lo hago en televisión, que es más masivo y tal vez lo vean más, pero eso no significa que haya recuperado la esperanza en que por la pandemia la gente quiera leer más. El libro, como lo hemos conocido por milenios, parecería condenado a desaparecer. 

—Hace más de cinco meses que, debido a la cuarentena, no abandona su finca. ¿Qué perdió durante este prolongado confinamiento? 

GA: No pude volver a  Cartagena, que es mi segundo hogar y que gracias a hallarse al nivel del mar le permite respirar mejor a mi corazón. Perdí seis kilos, modifiqué mis costumbres, no pude visitar la tumba de mi madre como lo he hecho secularmente desde cuando murió hace seis años. Y, sobre todo, perdí esa opción sin igual de recibir a manteles aquí en mi casa a tantos personajes de la vida nacional que por alguna razón me visitaban para pedirme mi opinión sobre temas álgidos. El zoom reemplazó mis almuerzos, y… 

—Lo escucho, Gustavo. 

GA: Ya no creo que los vuelva a hacer. Voy a dejarle ese placer tan solo a los amigos que sobrevivan de esta peste china. 

—¿Y qué ganó con la cuarentena? 

GA: Aprendí muchas cosas, a fin de cuentas, me he pasado la vida aprendiendo y aspiro hacerlo hasta minutos antes de morirme. Aprendí a distinguir bien que del afán no queda ni el cansancio. A pensar y a actuar con tranquilidad, y a comprender mucho mejor a los animales que me rodean. Ellos enseñan a veces mucho más que los humanos.